En un momento de transición y fragmentación política global acelerada, el llamado sur global parece cerrar filas frente a la guerra y carnicería sin precedentes de Israel en Gaza. Como categoría cajón de sastre en que se reencarnó el Tercer Mundo con el fin de la Guerra Fría, el término sur global siempre ha tenido sus escépticos y detractores. Hay quien objeta que la imaginaria “línea Brandt” entre norte y sur, desde México hasta Indonesia, que dibujara en el mapa del mundo la Comisión Independiente sobre Cuestiones de Desarrollo Internacional presidida por el excanciller alemán en 1980, representaba ya entonces una dicotomía simplista e injustificada. Otros sostienen que el Tercer Mundo/sur global histórico tuvo su razón de ser como proyecto político colectivo, pero ha ido perdiendo coherencia y vigencia con el cambio de siglo, conforme las trayectorias económicas divergentes de las potencias emergentes y los países menos desarrollados han convertido a sus integrantes en criaturas dispares e inequiparables, si no diametralmente opuestas en sus intereses. ¿Qué puede quedarles en común, en 2024, a China y Sudán del Sur?
Lo mínimo es admitir que la “potencia normativa” otrora atribuida a la UE ha cambiado de sitio; hacer una crítica más profunda recalibrando nuestra idea de nosotros mismos y nuestro lugar en el mundo.
Sin embargo, las conmociones internacionales de los dos últimos años están dando la razón a quienes piensan que el sur global sigue vivo y coleando como categoría, particularmente en su dimensión más política. Las inquietudes occidentales sobre el (no) alineamiento y los vaivenes sobre la guerra en Ucrania de diversos Estados de África, Asia y América Latina, así como la posterior ampliación de los BRICS, han vuelto a poner sobre el tapete el debate sobre la existencia y los atributos de ese sur colectivo. El caso es que la “línea Brandt” reaparece con más nitidez que nunca en las votaciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas: sobre el Nuevo Orden Económico Internacional (diciembre de 2022), sobre la promoción de la cooperación fiscal internacional (noviembre de 2023). Y tras el inicio de la ofensiva y los “plausibles” actos de genocidio israelíes en Gaza, las posturas del sur global se han diferenciado ostensiblemente de las de gran parte del norte. Lideran el primer grupo las dos potencias regionales y los BRICS que actualmente más reivindican la democracia y el no alineamiento, el multilateralismo y la reforma de la gobernanza global: la Sudáfrica que en diciembre de 2023 demandó a Israel por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y el Brasil cuyo presidente ha llegado a comparar esta violencia con el Holocausto y ha retirado a su embajador de Tel Aviv.
Enfrente, en la parte del norte global que nos toca más de cerca, la Unión Europea (UE) se ha mostrado en este contexto más fragmentada e hipócrita que nunca. La desunión de sus Estados miembros en cuestiones de política exterior y de seguridad no es novedad e Israel-Palestina ha destacado durante décadas como caso extremo de consenso imposible. Las trayectorias históricas de relaciones bilaterales con Israel, reconocimiento y apoyo a distintos actores palestinos, implicación en negociaciones de paz y respuestas en momentos de crisis empujan a los países de la UE en direcciones discordantes. Prueba gráfica de ello es su división en las votaciones de la Asamblea General sobre la concesión a Palestina del estatus de Estado observador no miembro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en noviembre 2012 (14 votos a favor, 13 abstenciones y 1 en contra), o sobre la ampliación de sus derechos y prerrogativas de participación en este foro y la recomendación al Consejo de Seguridad de reconsiderar favorablemente su membresía plena, en mayo pasado (14 votos a favor, 11 abstenciones y 2 en contra).
Al mismo tiempo, tanto o más notoria que estas fisuras entre Estados miembros está siendo la brecha entre los principios normativos proclamados por la UE y sus acciones a múltiples niveles; es decir, su hipocresía. Los filósofos explican la hipocresía como el resultado de simular ser “moralmente mejor de lo que uno es” o aplicar distintas varas de medir a los demás y a uno mismo (y los suyos). La UE ha hecho amplia gala de ambos vicios en relación con Israel-Palestina. Las excepciones y trampas forman parte de la inercia en prácticas rutinarias como las relativas a la (in)diferenciación territorial entre el Estado de Israel internacionalmente reconocido y los Territorios Palestinos Ocupados donde proliferan sus asentamientos ilegales, en el marco de la densa cooperación económica y sectorial que mantiene la UE con Tel Aviv. Pese a los avances regulatorios arrancados por esfuerzos de la sociedad civil, en la letra pequeña de la implementación persisten prácticas que contravienen tanto el derecho internacional como el derecho interno de la UE. Y más sangrantes aún son los dobles raseros europeos en tiempos de crisis como el actual, en la invocación selectiva del derecho internacional a la legítima defensa, humanitario, penal y de derechos humanos según se aplique a israelíes o palestinos. La gran pregunta sobre la hipocresía en las relaciones internacionales, como en otros ámbitos de la vida, es en qué medida forma inevitablemente parte de la normalidad o, llegado un punto, socava la legitimidad y estabilidad del orden normativo establecido. ¿En qué momento saltan las costuras?
Lo que está claro es que Gaza está ahondando la grieta entre la UE y el sur global por momentos y a ojos vistas. Las lecturas en clave de geopolítica de juego de mesa y competición de grandes potencias –sobre supuestos vacíos de influencia exterior que estarían llenando rivales como Rusia y China– son tan fáciles como contraproducentes, por su propia lógica instrumental. Lo mínimo es admitir que la “potencia normativa” otrora atribuida a la UE ha cambiado de sitio; hacer una crítica más profunda recalibrando nuestra idea de nosotros mismos y nuestro lugar en el mundo.
Desde este punto de vista, decisiones como los reconocimientos de Palestina como Estado oficializados en las últimas semanas por España, Noruega, Irlanda y Eslovenia tienen mucho de remiendos o tiritas. Su efecto inmediato sobre el terreno, en lo que concierne a contener la violencia contra los palestinos, es irrelevante. Su objetivo diplomático a medio plazo, de cara a la resolución del conflicto, es un doble castillo en el aire: como actos de “reconocimiento titular” (de reafirmación del derecho a la estatalidad más que la realidad presente de ésta), estas declaraciones dan carta de naturaleza a una ficción (un Estado sin control territorial efectivo o soberanía interna y westfaliana) justificada a su vez por un horizonte cada vez más ficticio (la solución de dos Estados). Su contribución a rehabilitar a la UE como actor internacional colectivo es también ahora mismo dudosa: a falta de efecto dominó y de arrastre del eje franco-alemán, lo que hacen es acentuar las contradicciones y fragmentación europeas a nivel intergubernamental, con cierta dimensión centro-periferia, y potencialmente también interinstitucional, entre la Comisión y el Consejo.
Sin restarle valor, las mismas limitaciones se aplican a la solicitud formal del gobierno español de “intervenir en el procedimiento del Tribunal Internacional de Justicia, iniciado por Sudáfrica, ante la situación en Gaza”, como primer país de la UE y el norte global en seguir los pasos de Nicaragua, Colombia, Libia, México y Palestina.
Donde pueden ser más útiles estos remiendos es en el ámbito de la política y la diplomacia global, en las costurasde la “línea Brandt” reabiertas por Gaza. Los mapas de los países que reconocen a Palestina o secundan la causa en la CIJ resultan ahora un poco menos binarios. Los canales de comunicación norte-sur pueden estar algo más abiertos. Son remiendos, pero bienvenidos.