El 13 de junio de 2023 falleció uno de los grandes novelistas estadounidenses contemporáneos, Cormac McCarthy, galardonado con el Premio Pulitzer y en la tradición de autores clásicos como Herman Melville y William Faulkner. Es un escritor muy adecuado para entender el Estados Unidos (EEUU) de hoy, profundamente dividido y polarizado. Sus libros presentan el contraste entre las ilusiones del American dream y unas mentalidades que son incapaces de sustraerse a una cierta fascinación por la violencia. El país sigue siendo esa “casa dividida”, a la que se refería Lincoln con términos bíblicos en 1860, y cabe preguntarse si las tensiones sociales, políticas y culturales no desembocarán algún día en enfrentamientos partidistas como los que conoció el Ulster hace más de medio siglo, una posibilidad evocada por el ensayista Stephen Marche en The Next Civil War, donde se citan las novelas de Cormac McCarthy.
Hace tiempo que los mitos clásicos de EEUU, héroes incluidos, están siendo cuestionados y las divisiones sociales se han acentuado. Y esto sucede en un país, que sigue siendo la primera potencia mundial.
Hace tiempo que los mitos clásicos de EEUU, héroes incluidos, están siendo cuestionados y las divisiones sociales se han acentuado. Y esto sucede en un país, que sigue siendo la primera potencia mundial. No es algo novedoso en la Historia, porque la hegemonía del Imperio romano no fue incompatible con la existencia de guerras civiles, que son las más peligrosas, en opinión de Michel de Montaigne. Por eso, cualquier analista de la política estadounidense debería leer a fondo las obras de Cormac McCarthy, impregnadas habitualmente de un crudo y desasosegador realismo. En ellas la violencia forma parte de la realidad existencial. Sin caer en la dinámica catastrofista de que llega a pronosticar guerras civiles y de secesión en el territorio de EEUU, con ocasión de un posible duelo electoral entre Biden y Trump en noviembre de 2024, no se puede obviar la presencia en EEUU de una mentalidad de “pueblo elegido”, o quizás sea más adecuado hablar de una perspectiva hobbesiana. Responde a esa visión pesimista de Hobbes del ser humano: “La vida del hombre es pobre, desagradable, brutal y corta.” La única salida será la de entregarse a un Leviatán protector, garante de su seguridad y que se encarna en un gobierno populista, que a menudo dice representar la herencia de los valores de la tradición, pero que no ha aprendido nada de las enseñanzas de la Biblia y de las obras completas de Shakespeare, dos libros que, según Tocqueville en La democracia en América, no solían faltar en muchas cabañas de los pioneros.
La mentalidad hobbesiana y populista encuentra su modelo más acabado en el personaje del juez Holden, protagonista de Meridiano de sangre (1985) de McCarthy, que relata las sanguinarias aventuras de una banda de cazadores de cabelleras, la de John Clanton, en 1849-1850 en la frontera entre EEUU y México, poco después de la guerra entre los dos países y en la que los mexicanos perdieron 2,3 millones de km2. Según el crítico literario Harold Bloom, el juez Holden es la figura más terrorífica de la literatura estadounidense, una encarnación del mal, comparable a Yago en Otelo de Shakespeare. Holden, sin embargo, es mucho más instruido que los políticos populistas de nuestro tiempo, pero comparte con ellos su obsesión de combatir el mal, sin querer darse cuenta de que el mal puede estar presente en el corazón de cualquier hombre, incluso en el de aquellos que se han autoproclamado “cruzados” de la verdad y la justicia.
La consecuencia directa de las palabras de Holden en la novela no puede ser otra que la violencia: “Se puede encontrar maldad hasta en el más pequeño de los animales, pero cuando Dios creó al hombre el diablo estaba a su lado.” Se encuentra además en sus intervenciones el supremacismo de quien se proclama como “blanco y cristiano”, aunque en realidad su credo es el del materialismo hobbesiano, uno de cuyos efectos es lo que vino en llamarse “darwinismo social”. El juez considera a los mexicanos como “una raza mestiza de degenerados, aunque mejor que la de los negros”. Su arrogancia le lleva también a mirarlos con un nada oculto desdén: “Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernar. ¿Y sabes que le ocurre al pueblo que no sabe gobernar? Que vienen otros a gobernarles.” Cuando alguien proclama su derecho a dominar a otros, porque son más débiles, asume también esta otra cita de la novela de McCarthy: “La ley moral es un invento del género humano para privar de sus derechos al poderoso y favorecer al débil. La ley de la historia la trastoca a cada paso.” Ni que decir tiene que el ego de un líder populista está siempre muy obsesionado por pasar a la Historia.
La opinión del juez Holden, que encaja perfectamente con la de los populismos de todas clases, es considerar que vivimos en una sociedad en guerra, en permanente lucha contra los bárbaros, los salvajes o los paganos, calificativos que un líder populista reparte a su “clarividente” antojo. Además, la guerra es algo que siempre ha estado ahí, con independencia de lo que cada uno pueda opinar sobre ella. Sobre este particular, hay una cita demoledora de Holden: “La guerra es Dios.” En este sentido, el populismo del juez es el de los “caballeros buenos” que matan a los bárbaros, no tan diferente del populismo contrario que persigue un paraíso terrenal en el que no caben todos. A todo esto, hay que añadir que Holden es un experto en el arte de la demagogia, algo común a todos los populismos: “El juez se ocupó de fomentar sus conjeturas hasta convertirlos en prosélitos del nuevo orden solo para burlarse después de ellos por ser tan tontos.” Podríamos añadir que cuando alguien, del estilo de Holden, llegue al poder, lo que menos le importará en la práctica serán las políticas de gobierno, por mucho que se le llene la boca hablando de ellas, sino rodearse de colaboradores de fidelidad aseguradora. Pero el escenario en que vivirán dichos colaboradores será siempre inestable. Serán servidores de una especie de monarca medieval, más que de un presidente o gobernador de un país democrático. La trayectoria del juez Holden en Meridiano de sangre indica claramente que ni siquiera los suyos tienen garantizada su supervivencia, pues son rehenes de su arbitrariedad. La sabiduría y la crueldad de Holden no están reñidas.
Tras leer Meridiano de sangre, me vino a la memoria una película clásica de Orson Welles, Sed de mal (1958), donde el actor encarna a Hank Quinlan, un jefe de policía tan corrupto como obeso, y cuya idea de la justicia es la que él mismo ha creado en su cabeza. Está tan convencido de que alguien es culpable que no duda en fabricar pruebas falsas para implicarle. Aquí ha desaparecido el límite entre el sentido de la justicia y los intereses personales, algo que sucede con frecuencia en el mundo de cierta política. Quinlan es un personaje de ficción que podría estar perfectamente emparentado con el juez Holden.
Esto es lo peligroso en el populismo: la sustitución del logos por el mito, el convencimiento de que el ser humano no debe ser guiado por la razón sino por las pasiones. Busca explotar las pasiones ajenas para satisfacer las propias. Con todo, en Meridiano de sangre Cormac McCarthy no presenta a nadie que dé al juez Holden un justo castigo. Acaso sea porque serviría de muy poco, pues ese tipo de personaje, en el que confluyen la realidad y la ficción, ha estado presente, y sigue estándolo, en la historia estadounidense de los últimos dos siglos.