Mientras los últimos de los 44,28 millones de potenciales votantes surcoreanos se acercan a las urnas para decidir la composición de la próxima Asamblea Nacional, Seúl vive una delicada situación en la que se entremezclan factores internos y regionales.
Corea del Sur ha optado por suspender parcialmente el tratado intercoreano de septiembre de 2018, por el que ambos vecinos se comprometían a paralizar cualquier actividad militar hostil, establecer zonas marítimas de seguridad y transformar la Zona Desmilitarizada en un área de paz compartida.
En el ámbito interno, el presidente Yoon Suk Yeol se enfrenta a la posibilidad de cumplir todo su mandato, iniciado en 2022, con un parlamento dominado por la principal fuerza de oposición, el Partido Democrático (Gungminuihim, PD). Dicho partido cuenta actualmente con 142 escaños, sobre un total 300, por delante del Partido del Poder Popular (PPP) del propio Yoon, con 101, y hasta el último momento las encuestas parecen apuntar a una nueva victoria del PD: Si eso se confirma, el presidente se encontrará con los principales partidos desunidos –a partir de la decisión del Partido de la Justicia y el Partido Verde, en octubre pasado, para impulsar una coalición alternativa que integrase a otros partidos de izquierda–. En esas circunstancias tendrá mayores dificultades para sacar adelante sus propuestas con el fin de reducir el poder de los sindicatos e impulsar una política de vivienda capaz de frenar el declive demográfico que ya es bien visible en sus calles. Todo ello sin olvidar el deterioro del clima de seguridad, como quedó bien patente el pasado 2 de enero, cuando Lee Yae-myung, líder del PD, fue acuchillado en plena calle.
En todo caso, y a pesar de que no son pocos los problemas que se agolpan en la agenda nacional –corrupción, baja productividad laboral, envejecimiento de la población, aumento de la brecha de desigualdad…–, es la agenda exterior la que presenta mayores desafíos. Por una parte, la relación con su vecino del norte sigue siendo un permanente quebradero de cabeza ante el acelerado militarismo que inspira a Kim Jong-un. El pasado año se cerró con el lanzamiento norcoreano de su primer satélite de reconocimiento (satélite espía) Malligyong-1 desde la base de lanzamiento de Sohae, respondido de inmediato por Seúl, con el lanzamiento de su primer satélite espía, a bordo de un cohete Falcon-9 de la empresa SpaceX desde la base de Vandenberg (California), al que seguirán al menos otros cuatro ya previstos en el horizonte de 2025.
De este modo Corea del Norte da un paso más en su esfuerzo por dotarse de toda la panoplia de medios que considera necesarios para defenderse de las amenazas que percibe en su entorno inmediato; medios que incluyen misiles intercontinentales, submarinos de propulsión nuclear, armas hipersónicas y misiles con cabezas múltiples. Un esfuerzo en el que, más aún tras la cumbre del pasado septiembre entre Vladímir Putin y Kim Jong-un, cabe entender que cuenta con la directa colaboración rusa. Igualmente, y también al hilo de los cada vez más frecuentes lanzamientos de misiles norcoreanos de diferentes alcances, se va dibujando un escenario en el que ambas capitales coreanas siguen lanzando descalificaciones cada vez más duras y acumulando medios en una imparable senda militarista que, como mínimo, aumenta la posibilidad de que pueda estallar un conflicto directo.
La tensión es bien visible. Corea del Sur ha optado por suspender parcialmente el tratado intercoreano de septiembre de 2018, por el que ambos vecinos se comprometían a paralizar cualquier actividad militar hostil, establecer zonas marítimas de seguridad y transformar la Zona Desmilitarizada en un área de paz compartida. En esa misma línea de fuerza, Seúl ha decidido reiniciar sus actividades de vigilancia de sus Fuerzas Armadas en la divisoria de la Línea de Demarcación Militar que separa a ambos países. De inmediato, Pyongyang ha declarado que da por anulado dicho acuerdo y que potenciará su presencia militar en la frontera común, al tiempo que hace totalmente responsable a su vecino en caso de que estalle un “conflicto irreparable” entre ambos.
Inevitablemente esa tensión en la península coreana tiene, asimismo, una innegable capacidad contaminadora mucho más allá de sus costas, implicando inevitablemente a China, Japón y Estados Unidos, así como a otros países de la región Indo-Pacífico. En esa línea hay que interpretar la reunión convocada para el 10 abril entre Joe Biden y el jefe del gobierno nipón, Fumio Kishida, a los que se unirá al día siguiente el presidente filipino, Ferdinand Marcos Jr. En la agenda de dichos mandatarios se incluye la integración de las respectivas bases de la industria de defensa de Washington y Tokio, así como la creación de una estructura común de defensa, acordar cadenas de suministros críticos y desarrollar diversos proyectos de defensa (como un pacto de ciberseguridad y realización maniobras navales, incluso en el mar del sur de China).
Eso explica también que Japón haya roto su autolimitación para no superar el 1% de su PIB dedicado al capítulo de defensa, con la idea de llegar próximamente al mismo 2% que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ha fijado para sus 32 miembros. Y que China siga moviendo sus fichas en la región, tratando de contrarrestar el cortejo que Washington está realizando a muchos de los gobiernos de la zona para que se sumen a una contención que Pekín tratará de impedir por todos los medios.