Durante estos pasados días cada uno ha hecho lo que se preveía, siguiendo el complejo guion que determina un constante aumento de la tensión en la península coreana, sin que nadie sepa realmente en qué puede acabar este juego de acción-reacción militarista. Así, por su parte, Estados Unidos y Corea del Sur han desarrollado los ejercicios militares Ulchi Freedom Guardian, entre el 21 y el 31 de agosto. Por la suya, Corea del Norte ha seguido lanzando misiles, mientras escondía celosamente los preparativos de su sexta prueba nuclear, en una demostración más de que su apuesta misilística y nuclear sigue adelante. Mientras tanto, los demás –desde Japón a China, pasando por el Consejo de Seguridad de la ONU– han reiterado su condena y la necesidad de aplicar nuevas sanciones si Pyongyang no ceja en su desafío.
Pero detrás de esa fachada de aparente firmeza, los actores principales de este drama se han cuidado de no dar pasos que puedan provocar respuestas demasiado dolorosas. Y así:
- A diferencia de los medios empleados en los ejercicios Foal Eagle y Key Resolve (marzo de 2017) y en contra de lo que podía esperarse en el actual contexto de creciente tensión, Washington decidió en esta ocasión activar menos medios que los desplegados en años anteriores en estos mismos ejercicios, dejando fuera un submarino nuclear, dos portaviones y los bombarderos B-1B. Con el argumento de que se trataba más de unos ejercicios de cuadros (con un notable componente virtual) que de unas maniobras clásicas, con muchas unidades desplegadas sobre el terreno, Estados Unidos ha empleado solo en torno a 17.500 efectivos (25.000 en 2016), de los que solo 3.000 no están estacionados permanente en la zona (por 50.000 surcoreanos y algunos británicos y australianos). Eso significa que ha optado por no excitar aún más a Kim Jong-un, arriesgándose a una respuesta extemporánea para la que aún no tiene plan de contingencia adecuado.
- Por su parte, Pyongyang optó por dejar en suspenso su anunciado lanzamiento de un misil intercontinental hasta las inmediaciones de Guam, aparentando una falsa marcha atrás. En su lugar decidió lanzar un misil de alcance intermedio que, sobrevolando espacio aéreo japonés a la altura de la isla de Hokkaido, cayó finalmente en el océano Pacífico. Eligió para ello una trayectoria que le sirvió para probar el funcionamiento del misil en un posible ataque a Guam, pero procurando que fuera la más alejada de los puntos neurálgicos japoneses y empleando un artefacto de una sola fase, para eliminar la posibilidad de que algo pudiera caer sobre suelo nipón, lo que podría provocar una reacción de Tokio más agresiva. A fin de cuentas, aunque el sobrevuelo de territorio japonés pueda parecer alarmante, cabe recordar que
en 2012 ya ocurrió algo similar sobre Okinawa (aunque disfrazando el lanzamiento de un cohete que trataba de colocar un satélite en órbita) y no hubo respuesta efectiva alguna. - De hecho, Japón, más allá de las consabidas protestas, no tuvo reparos en anunciar que no había activado sus defensas antiaéreas para intentar derribar el misil. No se sabe si por falta de voluntad para seguir escalando en las tensiones recíprocas o porque no confía en su propio sistema antimisil (un fracaso en el intento de derribo aumentaría aún más la inquietud de la población japonesa y ofrecería una penosa imagen en favor de Pyongyang).
Lo que ahora, con la sexta prueba nuclear realizada ayer mismo, parece aún más claro es que Kim Jong-un está decidido –a pesar del despliegue surcoreano del sistema THAAD, las siete rondas de sanciones de la ONU, la presión china y las balandronadas de Trump– a no parar hasta que logre contar con una capacidad nuclear y misilística suficientemente disuasoria para garantizar la supervivencia del régimen. Una decisión que se ha visto reforzada en este último año con muy visibles avances en tecnología de misiles que solo se pueden explicar por el suministro de motores rusos RD-250, que le han dado una significativa fiabilidad a unos desarrollos norcoreanos que, hasta entonces, no parecían encontrar por sí solos la solución al enorme reto que supone contar con una fuerza de misiles creíble. En todo caso, todavía no ha llegado al final del camino y de ahí que decidiera no lanzar aún un misil hacia Guam, porque antes necesita probar sus últimos desarrollos para lograr un sistema operativo que incluya un misil intercontinental y una cabeza termonuclear como la que acaba de explosionar. Calcula que si lo hubiera hecho ahora mismo se arriesgaba a una inmediata represalia estadounidense que podría afectar seriamente a su calendario. Pero caben pocas dudas de que Pyongyang está dispuesto a llegar al final más pronto que tarde.
Menos claro está el tipo de respuesta que algunos tengan previsto cuando llegue el caso. Seúl, por una parte, emitió en sus noticiarios las imágenes del lanzamiento de dos misiles el pasado 24 de agosto, dando a entender que tiene medios para atacar y que está decidido a emplearlos, al tiempo que pide simultáneamente auxilio y cautela a Washington y ofrece negociaciones a Pyongyang. Tokio, al igual que Seúl, parece temer aún más a Trump que a Kim Jong-un, conscientes de que un paso en falso de su principal aliado supondría un coste insoportable para ambos. Y Washington, que sabe que la opción militar no ofrece plenas garantías de éxito, parece resignarse a esperar que Pekín –el único capacitado para emplear la presión económica y diplomática– termine por convencerse de que no le conviene seguir consintiendo a un vecino y aliado tan imprevisible.
Entretanto, una vez constatado que las sanciones no son efectivas (ni son suficientemente duras ni son aplicadas por todos) y que la opción militar no ofrece solución alguna, la vuelta a la mesa de negociaciones parece la vía realista… aunque la experiencia con Pyongyang no invita al optimismo.