El guion seguido por todos los actores implicados en cada nuevo desafío de Pyongyang es tan repetitivo como inocuo. Prácticamente da igual si el régimen norcoreano decide llevar a cabo una prueba nuclear (con la efectuada el pasado 6 de enero ya lleva cuatro), reactivar alguna instalación conflictiva (sea para enriquecer uranio o para mejorar su capacidad misilística) o lanzar un nuevo cohete de largo alcance (el de ayer se suma al Unha-3, lanzado en abril de 2012, y al SLBM, misil balístico lanzado desde el mar Bukkeukseong-1 (Polaris-1, KN-11), lanzado el pasado diciembre). En todos los casos asistimos a una cascada de condenas como las de Japón (“completamente inaceptable”), Corea del Sur (“provocación imperdonable”) y la ONU (“profundamente lamentable”), mientras China se limita a “lamentar” el lanzamiento y Estados Unidos reitera su compromiso con la defensa de Seúl y Tokio.
Por su parte, Pyongyang se limita a seguir adelante con su creciente bravata, sabiendo que cada una de sus violaciones de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que pesan sobre él no tendrá una respuesta efectiva que frene su deriva militarista. También, como de costumbre, el régimen norcoreano juega al escondite, pretendiendo hacer pasar por la puesta en órbita de un inofensivo satélite (el Kwangmyongsong-4, “Estrella brillante”), lo que es todas luces un paso más en su afán por dotarse de misiles balísticos intercontinentales. Cuenta con que, como tantas veces antes, China y EEUU no lograrán ponerse de acuerdo sobre la imposición de nuevas y más serias sanciones y que, asimismo, Pekín seguirá oponiéndose a la propuesta estadounidense de desplegar el sistema antimisiles THAAD en Corea del Sur. Igualmente, se permite ningunear a Japón, dado que por muchas baterías antimisiles que Tokio despliegue como supuesto elemento de disuasión ante los movimientos preparatorios de Corea del Norte y por muchas amenazas de derribar cualquier misil o cohete que entre en su espacio aéreo (como ha ocurrido nuevamente en esta ocasión, al sobrevolar las cercanías de la isla japonesa de Okinawa) calcula que todo se quedará finalmente en agua de borrajas.
En definitiva, Pyongyang sabe que sigue contando con un notable margen de maniobra para mantener su propio rumbo. En el interior no hay noticia alguna sobre la existencia de ningún tipo de oposición (eliminada de raíz en las frecuentes purgas que Kim Jong-un ha heredado de sus predecesores familiares). Y en el exterior nadie parece encontrar la manera de evitar el ridículo que causa tanta amenaza vacía de contenido ante un régimen que, por encima de cualquier otro objetivo, tiene el de garantizar su propia supervivencia.
Con esa idea en mente, y sin tener que dar cuentas a una población ferozmente reprimida, Pyongyang puede permitirse dedicar buena parte de sus magros recursos (su PIB ronda los 40.000 millones de dólares) a mantener unas fuerzas armadas con 1,2 millones de efectivos y a dotarse de hasta unas ocho cabezas nucleares. En la realización de sus cuatro pruebas nucleares ha dejado claro que, a pesar de las sanciones, avanza inexorablemente hacia un sofisticado arsenal (usando primero plutonio, para pasar luego al uranio enriquecido y ahora, aunque con serias dudas sobre su verdadera naturaleza, explosionando una bomba termonuclear). Aun así, también conviene recordar que aún le quedan años para disponer de un arsenal nuclear operativo y de un sistema misilístico fiable.
A pesar de las apariencias, en realidad nadie desea el desencadenamiento de una guerra regional. Corea del Sur sabe que Seúl seria borrada del mapa, no por efecto del arsenal nuclear norcoreano, sino por los más de 10.000 cohetes, misiles y piezas de artillería que Pyongyang tiene desplegados desde hace tiempo en su cercanía. EEUU, aunque su superioridad militar es abrumadora, tampoco desea chocar frontalmente con Pyongyang, no solo por los imponderables que todo conflicto violento supone, sino también porque su implicación directa en una guerra en la zona facilitaría a China un argumento adicional para incrementar su ya bien visible rearme. Para China la guerra también sería una muy mala noticia, al quedar señalado como un patrón inoperante que no logra controlar a su supuesto aliado y al correr el riesgo de encontrarse ante una oleada de ciudadanos norcoreanos tratando de entrar en territorio chino.
Pero es que, finalmente, tampoco Pyongyang puede obtener ventaja alguna de un estallido bélico. Dado que el régimen no se caracteriza precisamente por su afán suicida –sino, más bien, por su interés es sobrevivir en un entorno hostil– sabe que una guerra sería una segura apuesta por su destrucción. Ni tiene medios suficientes (ni militares, ni económicos) para sostener el empeño contra enemigos claramente superiores, ni puede contar tampoco con el apoyo militar directo de Pekín (en tanto que es muy improbable que ningún otro gobierno se fuese a alinear con Pyongyang). En resumen, cabe imaginar que nada sustancial va a cambiar por esta nueva muestra de arrogancia y solo queda esperar a ver qué nuevas expresiones de condena y disimulo se preparan para el siguiente envite.