Con ocasión del Día de África, celebrado el 25 de mayo pasado, el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, felicitó tanto a los países del continente como a la Unión Africana (UA) por el esfuerzo coordinado a la hora de enfrentarse al COVID-19. La UA fue capaz de poner en marcha una task force para impulsar una estrategia continental contra el virus a la vez que designó enviados especiales para movilizar el apoyo internacional. Por su parte, el Centro para la Prevención y Control de Enfermedades de África creó un fondo ad hoc de respuesta a la pandemia, mientras los gobiernos tomaron fuertes medidas para contener su difusión y limitar el impacto socioeconómico.
Este tipo de iniciativas coordinadas son opuestas a la mayoría de las desplegadas en América Latina, donde la realidad es muy diferente a la africana, pese a que la retórica de la integración regional está mucho más extendida. Pensemos por un minuto en la aceptación acrítica de la figura de Simón Bolívar como el gran referente continental de la integración, o en la agobiante omnipresencia de la “patria grande”, que subsume el final del proceso únicamente en su comienzo, por más que finalmente sea un concepto vacío y carente de contenido concreto.
En los últimos años el nacionalismo se ha erigido como uno de los mayores obstáculos que frenan la integración latinoamericana, al impedir la cesión de cuotas mínimas de soberanía para construir sólidas instituciones supranacionales. Esto permitió al “covid-egoísmo” acompañar el avance de la pandemia. Ahora bien, no se trata de un fenómeno exclusivo de la región, sino que está presente en otras partes del mundo, al ser una variante del nacionalismo, favorecida por el resurgir de lo público y el fortalecimiento del Estado. Así, se ha impuesto la idea del “sálvese quien pueda”, noción que está teniendo un largo recorrido en toda la región.
La profunda crisis que sufre el proceso de integración en América Latina es el origen de buena parte de lo que ocurre. Esta situación se ve agravada por el lamentable estado en que están las distintas instancias de integración surgidas del proyecto bolivariano, y el marcado sesgo político-ideológico de las creadas en los últimos años. Por un lado, las tres instituciones más emblemáticas emergidas a la sombra de Hugo Chávez, UNASUR y el ALBA, están prácticamente paralizadas, mientras la presidencia pro tempore mexicana trata de reanimar a la CELAC.
Por otro lado, tanto PROSUR como el Grupo de Puebla evidencian las limitaciones de unas iniciativas de corto recorrido. No sería mala cosa que los partidos y otras fuerzas políticas latinoamericanas de orientación similar se unieran en torno a propuestas y objetivos concretos. Pero lo que está ocurriendo es algo diferente. En ambos casos, o bien se trata de iniciativas intergubernamentales (condenadas al fracaso cuando se produzcan cambios de gobiernos de signo contrario), o de expresidentes u otras personalidades que, en buena medida, carecen del respaldo de estructuras partidarias.
La implosión de UNASUR, provocada por los efectos directos de la crisis venezolana y la imposibilidad de los gobiernos regionales de darle una respuesta coherente, proporciona la evidencia más clara de una gran oportunidad perdida. En su estructura inicial se contemplaba la creación de un Consejo Sudamericano de Salud, ineficazmente desarrollado, que en el momento actual hubiera sido una herramienta idónea para enfrentar a la pandemia. Sin embargo, como en tantos otros momentos del proceso de integración, iniciativas semejantes naufragaban en la irrelevancia.
Por eso resulta preocupante la inexistencia de salidas y respuestas regionales para enfrentarse a la pandemia, pese a existir algunas herramientas para hacerlo. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) fue creada en 1902, mucho antes que la Organización Mundial de la Salud (OMS) (1948), su actual referente. A esto se agrega la escasa respuesta de la comunidad internacional para ayudar a los países en vías de desarrollo, especialmente a los de América Latina, convertida hoy en el epicentro mundial del COVID-19. Es verdad que algunas instituciones como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la CAF –Banco Latinoamericano de Desarrollo– están haciendo un esfuerzo considerable, pero las iniciativas que llegan desde dentro de la propia región son más bien escasas, lo que es preocupante.
Si bien América Latina es hoy una región heterogénea y fragmentada, las medidas impulsadas por sus gobiernos para enfrentar a la pandemia son bastante similares, salvo algunas notables excepciones. Llegado el momento de contener al virus, en las primeras semanas de marzo, las medidas adoptadas (cuarentena, estado de alarma o excepción, cierre de fronteras, etc.) fueron similares, salvo en algunos países como Nicaragua, Brasil y México. Algo similar se repitió recientemente al observarse un aumento del número de muertes y contagios tras las primeras desescaladas. ¿Qué hubiera pasado si hubieran primado la cooperación y la coordinación? Como mínimo, una mayor coordinación hubiera permitido compartir experiencias y buenas prácticas, intercambiar epidemiólogos y otros expertos, comprar conjuntamente distintos insumos sanitarios y organizar vuelos compartidos para repatriar nacionales desde terceros países.
Josep Borrell, el Alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, señaló recientemente que “de esta crisis salimos todos los europeos juntos o no sale nadie”. Se trata de unas palabras que, mutatis mutandis, podrían aplicarse a América Latina, aunque para ello sería mucho más necesario que en el pasado la presencia de líderes con sentido de Estado, es decir, verdaderos estadistas que velen por el interés general. Sin ninguna duda, el mundo que conozcamos tras la pandemia, con sus renovados desafíos, requerirá de una mayor cooperación y concertación entre los gobiernos latinoamericanos, especialmente para poder responder al enfrentamiento global entre China y Estados Unidos.