Fiel a su estilo rompedor Donald Trump acaba de anunciar que Estados Unidos se retira del Tratado de Armas Nucleares Intermedias (INF, en sus siglas inglesas), firmado entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov el 8 de diciembre de 1987. Reconocida como una de las bases fundamentales de la seguridad europea, si finalmente se confirma su desaparición dejaría en precario a un continente en el que, como ya ocurría en la Guerra Fría, son otros los que dirimen sus diferencias sin consideración para quienes lo habitan.
Es cierto que ya desde hace años ambas potencias vienen apuntando en la misma dirección. Por un lado, Washington considera que, mientras dice mantenerse fiel al tratado, el desarrollo misilístico ruso, ahora con el añadido del misil Novator 9M729 (SSC-8 en nomenclatura OTAN), viola de hecho el acuerdo que impide el desarrollo y el despliegue de misiles basados en tierra (balísticos o de crucero) con alcances entre 500 y 5.500km. Por su parte, Moscú, que igualmente atestigua cumplir con lo firmado, ha reiterado en diversas ocasiones que el creciente despliegue del escudo antimisiles estadounidense en suelo europeo –sobre todo, tras la entrada en funcionamiento de los sistemas Aegis Ashore desplegados en Rumania con una estación radar SPY-1D, tres baterías con 24 misiles interceptores SM-3 y lanzaderas verticales Mark-41– constituye una amenaza directa a su seguridad que no puede quedar sin respuesta. Unas lanzaderas que pueden usar misiles crucero de mayor alcance y unos SM-3 que ya han demostrado que pueden eliminar un satélite en órbita baja volando a velocidades similares a las de un ICBM.
La razón fundamental de Rusia para explorar los límites del INF (e incluso superarlos) está en la pérdida de la superioridad convencional de la que disfrutaba la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Ante el empuje de una OTAN que hoy ha llegado a sus puertas, Vladimir Putin recurre a mejorar sus capacidades nucleares (lo mismo que hacía la OTAN cuando estaba en inferioridad convencional en el teatro de operaciones europeo) como elemento último de disuasión frente a una OTAN que ve progresivamente como más amenazante. De ahí que Putin, ya en 2007, afirmara que el INF no servía a los intereses rusos.
Mientras tanto, la motivación de Trump es, como mínimo, doble. En primer lugar, jugando a desviar la atención mediática ante la controversia creada tras el asesinato de Jamal Khashoggi, que deriva en una creciente presión para que Washington se muestre más duro con su principal aliado del Golfo, no resulta descabellado pensar que a Trump le sirve cualquier recurso, aunque sea a costa de crear una tensión absolutamente desaconsejable porque, como debería saber, con las armas nucleares no se puede jugar. Pero además, fuera del estricto campo bilateral ruso-estadounidense en el que siempre hay que entender que toda acción de uno es inmediatamente contrarrestada por el otro, Washington se muestra cada vez más preocupado por la emergencia de China como una potencia que puede acabar retando la hegemonía mundial de EEUU y, más específicamente su dominio de los mares y océanos que circundan al gigante asiático. Cabe recordar que el INF solo afecta a Moscú y Washington, por lo que Pekín se siente libre para desarrollar capacidades misilísticas de alcance intermedio en su afán por ir inclinando la balanza estratégica a su favor. Trump, en seguimiento de su reciente Estrategia Nacional de Seguridad –que vuelve a poner el énfasis en la competición entre grandes potencias–, busca así liberarse de cualquier atadura que le impida desarrollar los instrumentos necesarios para mantener la actual ventaja sobre su cada vez más visible rival.
Y todo ello mientras nos hemos quedado sin un tratado como el ABM (denunciado a finales de 2001 por George W. Bush, como antesala al desarrollo pleno de los sistemas antimisiles hoy en marcha) y nos acercamos (ya en 2021) al final del período de vigencia del Nuevo START, que ha llevado a una reducción de los arsenales estratégicos de los dos grandes hasta las 1.500 cabezas cada uno. El hecho es que hoy no se atisba ninguna intención seria de empezar a negociar ningún nuevo tratado que continúe con la reducción de arsenales y que ponga freno a posibles escudos antimisiles que, en el fondo, no hacen más que estimular la proliferación nuclear para intentar saturar las defensas enemigas con ataques masivos. Para Rusia cualquier reducción adicional de sus arsenales equivaldría a erosionar su posición estratégica, dada su inferioridad convencional; y para EEUU cualquier acuerdo con Moscú debilitaría su posición frente a una China que no se siente atada hoy por ningún acuerdo.
Visto así, lo que ahora puede ocurrir en el terreno de las armas de alcance intermedio (habrá que ver lo que salga de la visita de John Bolton a Moscú, en un clima en el que los rusos se sienten chantajeados por los estadounidenses), en definitiva, solo es parte de una carrera armamentística en la que tanto Moscú como Washington y Pekín están inmersas. Todos ellos calculan insensatamente que el desarrollo tecnológico aplicado al ámbito nuclear les puede permitir en algún momento contar con escudos impenetrables (ilusión vana) y con armas nucleares no solo para la disuasión, sino también para el combate. Y eso debería quitarnos el sueño.