Aunque no es nuevo en el mundo anglosajón, el concepto del mercado de las ideas ha ido ganando fuerza en los últimos años. Acuñado en el siglo XIX para defender la libertad de expresión como vía de alcanzar la verdad, hoy simboliza, más que nunca, el valor mercantil de la materia intelectual, pero también ese lugar físico o figurado donde se produce el intercambio; un lugar que las tecnologías y la globalización han extendido sin límites.
En este mercado, como en todos, se compite por dinero: el pensamiento se cotiza en publicaciones, conferencias, contratos, comparecencias, consultorías, asesoramientos, cursos, seminarios, subvenciones, donaciones, apariciones en prensa… Han ido apareciendo nuevos productos, ligados a nuevas formas de distribución, nuevos tipos de consumidores. Si en otros momentos de la Historia la tarea de pensar quedaba reservada a los pudientes, que podían dedicar su tiempo a la reflexión y a la contemplación, hoy es un modo de ganarse la vida.
También se compite por prestigio y por influencia, estrechamente unidos. Se trata de que las ideas acaben transformándose en políticas, o en la base para inspirarlas, de modelar la opinión pública y de impresionar a los colegas en una silenciosa batalla de egos. Se trata de poder, más sutil y sofisticado, pero poder al fin y al cabo.
Este mercado ha ganado diversidad gracias a la aparición de nuevos actores. En los arranques y en el desarrollo del juego democrático moderno, había una simbiosis perfecta entre políticos y pensadores. Había políticos con ideas –algo que hoy se echa en falta– y pensadores que acababan entrando en el juego político. Había intelectuales que impregnaban con sus ideas toda la sociedad, hasta el extremo de que la guerra ideológica acabó transformándose en guerra real. Había periódicos, y luego radios y televisiones, que amplificaban y participaban en el debate. Pero en esta época en la que se difuminan las fronteras de las ideologías bajo el dominio del pragmatismo y del propio mercado, políticos y pensadores pugnan por hacerse oír junto con todo tipo de expertos y especialistas, académicos y “opinólogos” profesionales. Al analizar esta cuestión desde un país como España, con su historia, su originalidad y su picaresca el término que sugiere mejor el entorno es el del zoco.
Un capítulo aparte en el conjunto de nuevos actores merecen los think tanks. Nacidos en EEUU con la intención de servir de puente entre el mundo de las ideas y el de la práctica política, llegaron a Europa tras la II Guerra Mundial; pero su número y su función se han extendido en las últimas décadas, impulsados por la gran complejidad de la globalización. Un sencillo indicador: según el Global Go To Think Tank Report (pese a lo discutible de su metodología, sigue siendo la única y principal referencia para un panorama general de esta actividad) en 2008 había cerca de 5.500 “tanques de pensamiento” en todo el mundo, en las más diversas disciplinas; en 2013 el estudio registraba más de 6.800.
Todo ello se ha visto revolucionado por la irrupción de Internet, que ha permitido aumentar hasta el infinito el número de canales disponibles para la difusión de las ideas. También lo ha hecho mucho más complicado.
Por un lado, ha introducido un sentido de la urgencia que choca con una actividad necesariamente lenta y reposada. Los nuevos tiempos exigen reacciones prácticamente inmediatas. Las audiencias, los ciudadanos, tienen derecho a saber y a entender, lo exigen y lo buscan. En esta tensión no muchos intelectuales ni expertos se encuentran cómodos, aunque sí comienzan a aparecer perfiles que asumen como propias las nuevas reglas del juego.
Por otro, Internet ha convertido el debate en una posibilidad global y ha hecho patente la necesidad de innovar en una comunidad tradicionalmente remisa al cambio y aferrada a unos modos de hacer consolidados.
El impacto de Internet en las instituciones de pensamiento es notable. Moisés Naím, el escritor y pensador venezolano, solía decir que el público objetivo de un think tank eran, como mucho, 500 personas… y en su mayoría colegas; o sea, que su grado real de influencia era limitado. Sin entrar a valorar si ha mejorado su capacidad de influencia, sí es verdad que la Red ha permitido multiplicar exponencialmente el alcance de su trabajo. También ha introducido un importante ahorro de costes de impresión y distribución de documentos. Aunque su incorporación haya sido algo lenta y a veces reticente, hoy todas están presentes.
El futuro de las publicaciones en relaciones internacionales
Un campo en el que la Red ha introducido un auténtico desafío a su modelo de negocio es el de las publicaciones especializadas, y más concretamente en relaciones internacionales.
Foreign Affairs, la revista del Council on Foreign Relations, ha logrado un buen equilibrio entre el papel y el digital; entre seguir publicando artículos que señalan las tendencias, en un medio impreso y bimestral, y ofrecer contexto y análisis puntual de la actualidad de la mano de destacados expertos en su página web. Es la envidia de cualquier editor especializado: en 2012 alcanzó el mayor número de lectores en papel en sus 90 años de historia –163.000 entre quiosco, subscriptores y circulación gratuita–, pese a haber incrementado un 30% su precio de portada.
También el tráfico de su página web aumentó un 12% en 2013 en relación al año anterior, con una proporción de 80/20 de suscriptores en papel y digital, respectivamente. Hoy la propia revista declara 550.000 visitantes únicos mensuales y 135.000 suscriptores a sus boletines digitales.
Otro caso destacado es el de Foreign Policy (FP). Con un importante componente gráfico y visual y con un enfoque de los temas rompedor y provocador, ha sido también la punta de lanza en Internet. Creada en 1970 por Samuel Huntington y Warren Demian Manshel como publicación del Carnegie Endowment for International Peace, fue adquirida en 2008 por el grupo The Washington Post. Sin abandonar la revista bimestral en papel, comenzó entonces una apuesta por lo digital que la ha convertido en una referencia global. Hoy www.foreignpolicy.com declara las impresionantes cifras de 200 millones anuales de páginas vistas, 3,5 millones de lectores mensuales y 600.000 suscriptores a sus boletines.
Muy diferente es el panorama en España y en español. Política Exterior, la publicación pionera y referente del sector no ha dado aún un salto decidido al entorno digital. El monográfico trimestral La Vanguardia Dossier utiliza su página de índice de contenidos de la versión impresa. Por su parte, Foreign Affairs Latinoamérica utiliza la web, fundamentalmente, para redirigir al lector a la suscripción.
Solo esglobal, siguiendo la estela de su antigua matriz Foreign Policy, relanzó su edición online en 2008 como complemento de actualidad a la revista en papel; y cuando la crisis forzó el cierre de la edición impresa en 2010, decidió volcar todos sus recursos en la digital.
La triple transición pendiente
En su paso a la Red, las publicaciones especializadas están viviendo una triple transición: la de los autores, la de los financiadores y la de los lectores.
Muchos autores aún no han hecho la transición a lo digital; una buena parte de las firmas sigue prefiriendo el papel. Es su medio natural, se sienten más cómodos y, sobre todo, siguen pensando que es más prestigioso. En algunos casos puede pensarse que el rechazo está relacionado con la no inclusión del medio digital en la valoración de los textos académicos; es decir, que no da puntos. Pero tal vez tenga que ver más con la tradición, con la reticencia al cambio o con la percibida intangibilidad del nuevo soporte.
Frente a ese fenómeno surgen, sin embargo, múltiples oportunidades. El entorno digital permite la creación de una comunidad de autores de alcance global. Permite asimismo localizar y ponerse en contacto rápida y eficazmente con expertos en cualquier lugar del planeta, lo que rompe el círculo vicioso de la endogamia. Un nutrido grupo de intelectuales y líderes de opinión anglosajones se ha incorporado desde hace tiempo a este nuevo entorno, facilitando, ellos sí, esta auténtica conversación global.
Los lectores son los que más rápidamente han hecho la transición. Internet hace que sea más fácil que nunca acceder a los contenidos que a uno le interesan. Para esa transición es necesario adaptar los formatos e incorporar otros nuevos, como los audiovisuales, para explotar al máximo las posibilidades del medio. Pero lo fundamental es que no se resienta en ningún momento la calidad de los contenidos.
La que está demostrando ser más difícil es la transición de la financiación. Internet ha hecho tambalearse los cimientos sobre los que el negocio de los medios, generalistas o especializados, se habían asentado durante siglos. El desafío del fin del monopolio en la creación y selección de contenidos, en la generación de opinión, la amenaza permanente del todo gratis, el cuestionamiento de su eficacia como soporte publicitario –en un momento de consumidores aburridos y abrumados por los excesos comerciales– eran ya motivos suficientes para una revisión a fondo. Pero llegó la crisis económica y la revisión se convirtió en revolución.
Ese proceso inconcluso ha sido especialmente agudo en España. Según el último informe de la Asociación de la Prensa de Madrid, desde que comenzó la crisis en 2008 han desaparecido 284 medios: 31 diarios, 29 televisiones, 20 medios digitales, 11 publicaciones gratuitas, nueve radios, dos agencias y 182 revistas. No existe apenas lugar para la información y el análisis sosegados. Si durante la Transición española cabeceras como Cambio16 desempeñaron un papel fundamental en la configuración de la cultura democrática del país, hoy los pocos semanarios que quedan tienen una influencia residual. Por cierto, que ninguno de ellos ha dado un auténtico salto a la Red.
Por otra parte, las revistas han sido también el soporte tradicional para la transmisión del pensamiento y la difusión de las diversas especialidades científicas y culturales. La desintegración de esta parte del entramado cultural tiene mucho que ver con la huida de los lectores hacia fórmulas gratuitas. La facilidad de acceso en Internet a una oferta universal ha dinamitado la noción del pago por contenidos, algo más problemático si cabe en un Estado como el español, incluido hasta hace muy poco en la lista negra de EEUU de países que no respetan la propiedad intelectual.
A ello se suma la drástica disminución de las partidas para suscripciones, tanto en instituciones públicas, empezando por las bibliotecas, como privadas. Es cierto que los editores españoles de revistas están explorando los mil y un modelos de suscripción digital –la mayoría de las bibliotecas universitarias estadounidenses ya no compran papel–, pero su volumen de ingresos sigue siendo residual. Así que uno de los pilares tradicionales de la financiación, la compra, impresa u online, en quiosco o por suscripción, ha sufrido un grave quiebro.
Pero la transición más pendiente sigue siendo la de los anunciantes, que han dado la “espantada” ante los recortes de sus partidas publicitarias y han optado por volcar sus recursos en los medios generalistas. Este fenómeno es más agudo en Internet: el principal objetivo es obtener millones de impresiones y las revistas de nicho no suelen ser el lugar adecuado para ello. Las publicaciones especializadas digitales se enfrentan así a unos lectores no muy acostumbrados a pagar por los contenidos y a unos anunciantes que miran hacia otro lado.
Los desafíos
Encontrar las vías para financiar la calidad y la independencia editorial, como herramienta de difusión de un cuerpo de pensamiento propio, es uno de los principales desafíos de las publicaciones especializadas en relaciones internacionales en general, y en España en particular.
Junto a ello, hay que aprender a combatir el “ruido”, hacerse con el hueco virtual entre la infinita tela de araña de contenidos que puebla la Red. Ofrecer un valor diferencial, originalidad y calidad serán de nuevo las claves necesarias, aunque es posible que no suficientes. Y hay que aprender también a encontrar el equilibrio entre la profundidad y la inmediatez, entre la necesidad de reflexión y la de reacción.
Habrá que seguir luchando contra la falta de tradición y de interés por los temas internacionales de la sociedad española, empezando por buena parte de sus líderes, para lo que es fundamental que existan foros de reflexión, debate y difusión. Nunca se repetirá lo suficiente que un país moderno necesita emitir pensamiento y visión propios sobre el devenir del mundo, así como poder contrastar el que llega de otros lugares.
Por último, es importante también, y no sólo para España, que el español reivindique un papel de mayor peso en una conversación global dominada absolutamente por el entorno anglosajón. El inglés se ha convertido en el idioma indiscutible de la globalización. Norteamericanos y británicos han desarrollado una capacidad de generación y de transmisión de ideas sin parangón; son contados los pensadores y expertos procedentes de otros lugares que logran hacerse oír. Recientemente aseguraba en una conversación privada Martin Wolf, el prestigioso columnista del Financial Times, que no veía ninguna idea original de los países emergentes, ni de China, ni de América Latina; es difícil saber si realmente no existen o si no se han incorporado a los canales globales. Y sin embargo, la complejidad del mundo actual requiere de visiones alternativas… también en español.