No son necesarias capacidades proféticas ni estar de acuerdo con Edward Luttwak cuando apuntaba que toda victoria marca, en esencia, el comienzo de la derrota subsiguiente para concluir que el Emirato Islámico de Afganistán tiene los días contados. Por desgracia, antes de que eso ocurra y los talibanes tengan que abandonar de nuevo el palacio presidencial en Kabul, queda mucho sufrimiento para la mayoría de los casi cuarenta millones de afganos. Y si en su primera versión aguantaron en el poder tan solo cinco años (1996-2001), queda abierta ahora la apuesta sobre cuánto tiempo pueden reinar en un contexto tan complicado.
Desde luego, nada apunta a que su próxima derrota vaya a venir de la mano de una intervención militar internacional. Tras el fracaso cosechado por la coalición liderada por Estados Unidos, y la clara intención de Washington de reconducir sus esfuerzos para hacer frente a la emergencia de China, no cabe identificar un solo actor, ni nacional ni mucho menos la ONU o la OTAN, con voluntad para volver a empantanarse masivamente en el convulso escenario afgano. Tampoco- como bien demuestran los casos de Corea del Norte, Irán, Venezuela y tantos otros- cabe imaginar que colapse por las sanciones que ahora se les impongan a las huestes dirigidas por Haibatullah Abkundzada. Serán, evidentemente, dolorosas porque les complicarán aún más la gestión de los asuntos públicos y, sobre todo, porque añadirán más penurias a la población; pero su aplicación será, como siempre, imperfecta y, también como siempre, habrá actores interesados en sacar tajada de la situación en su propio beneficio, facilitando vías alternativas de alivio financiero.
Mucho más preocupante para los nuevos gobernantes afganos son los desafíos internos, tanto en el plano de la seguridad como en el económico y en el político. Y en todos ellos el principal peligro vendrá de su propia diversidad y fracturación interna, con facciones que difieren en aspectos sustanciales tanto de estrategia como de táctica política. Tanto si se habla de qué hacer con el cultivo de la amapola opiácea, como si se trata de definir el marco de relación con occidente, o el papel de las mujeres en la vida pública, es obvio que no hay un corpus central bien definido, lo que augura que los responsables de gestionar el régimen talibán no siempre van a remar en la misma dirección. De hecho, son esas visiones enfrentadas lo que mejor explica el retraso en la conformación del nuevo gobierno.
En el terreno de la seguridad queda por ver, por un lado, cómo transformar una milicia irregular en unas fuerzas armadas y de seguridad capaces de mantener el monopolio de la fuerza y, por otro, qué hacer con los que hasta ahora han conformado dichas fuerzas. Además, ni la inefable alianza antitalibán, a cuya cabeza se sitúan el exvicepresidente primero Amrullah Sahel y el hijo del legendario comandante Ahmad ShahMasud, ni mucho menos Wilayat Khorasan (asociado a Dáesh) y el resto de grupos yihadistas activos en el país van a facilitarle las cosas a quienes perciben ya como enemigos declarados (aunque algunos hayan colaborado con ellos en el pasado). Con unos recursos humanos que rondan los 80.000 efectivos, no cuentan, simplemente, con fuerza suficiente para controlar un país de más de 655.000km2, trufado de opositores y enemigos.
En el terreno económico el reto es mayúsculo. Con un 90% de la población malviviendo por debajo de la línea de pobreza en un país en el que el cultivo de la amapola opiácea es la única actividad económica reseñable, con las ayudas internacionales paralizadas y con buena parte de las escasas reservas nacionales en bancos estadounidenses, los talibanes tendrán muy difícil “comprar” la paz social en la medida en que no dispondrán de medios suficientes para mejorar sustancialmente el nivel de vida de la población. Descartada la posibilidad de recibir apoyos de las potencias occidentales (salvo que aceptaran una condicionalidad que, hoy por hoy, está fuera de su marco ideológico), y con Pakistán e Irán muy limitados financieramente, tan solo les queda apostar por China como inversor y banquero preferente. Todo ello sin olvidar que nunca se han distinguido como planificadores y gestores económicos eficientes, y que no les va a resultar fácil contar con tecnócratas dispuestos a ponerse a su servicio.
Por último, en el ámbito político, más allá de la generalizada aceptación del tándem Abkhundzada-Baradar en la cúspide del poder, ya se han vuelto a hacer visibles las discrepancias y la lucha por ocupar los puestos más relevantes del nuevo régimen entre los miembros más significativos de la red Haqani (liderada por Sirajuddin Haqani) y los del Consejo de Queta. Del resultado de esa confrontación interna dependerá en gran medida el grado de supuesta moderación que adopte el nuevo gobierno. Mientras que unos defienden que, considerándose en posesión de la verdad, no cabe ningún tipo de componenda (ni siquiera de cara a la galería) frente a la comunidad internacional, otros calculan que una cierta pantomima (que solo podrá engañar a quienes deseen vivir en la inopia) será necesaria para aliviar la presión y, por tanto, para prolongar un poco más su dominio hasta el previsible batacazo final.