El próximo 4 de agosto entra en vigor la primera tanda de sanciones estadounidenses a Irán. Con esa medida, que será completada con una segunda ronda aún más dura a partir del 4 de noviembre, se pone en marcha un nuevo intento por derribar el régimen instaurado en el que fue en su día fiel aliado estadounidense hasta 1979.
En realidad esa idea ha estado presente en todos los presidentes estadounidenses desde aquel mismo momento. La revolución liderada por Ruhollah Jomeini no solo supuso la pérdida en Oriente Medio de uno de los tres socios preferentes de Washington en el contexto de la Guerra Fría (Israel y Arabia Saudí completaban el trio), sino que dio nacimiento a un actor que pretendía subvertir el orden vigente y convertirse en el líder regional. En esa línea –y sin olvidar el apoyo a Sadam Husein en la primera guerra del Golfo (1980-88), la política de “doble contención” de Clinton y su inclusión en el “eje del mal” definido por George W. Bush–, el precedente más reciente fue Barack Obama. Antes de llegar al convencimiento de que la opción militar contra Teherán estaba condenada al fracaso, Obama aprobó las sanciones más duras hasta hoy contra un régimen (o, más bien, contra una población) que pretendía derribar por asfixia económica. Y aunque el castigo aplicado ha sido duro, ninguno de ellos lo ha logrado.
Cierto es, en todo caso, que al menos si se consiguió llevar a Teherán a la mesa de negociaciones, fruto de lo cual contamos hoy con el acuerdo nuclear de 2015. Pero ese es precisamente el acuerdo que Donald Trump ha decidido tirar a la papelera, retomando una senda por la que pretende arrastrar a los demás firmantes del pacto, aunque para ello tenga que recurrir a presiones sin fin y a insostenibles acusaciones de incumplimiento iraní (dado que Teherán cumple escrupulosamente su compromiso, y su programa misilístico y su injerencia en asuntos de sus vecinos son temas ajenos al acuerdo).
El plan de Trump, una vez que se ha rodeado de fieles “halcones” inclinados a favor del uso de la fuerza, incluye varios frentes. En el de la política exterior se afana por consolidar los lazos con Tel Aviv y Riad, interesados igualmente en deshacerse de un rival que ambos perciben como la principal amenaza a su seguridad. Al mismo tiempo, amenaza a sus aliados europeos con serias represalias si no rompen sus relaciones económicas con Irán; y de ahí que haya rechazado la petición de Londres, París y Berlín para lograr el mantenimiento de ciertos niveles de importación de hidrocarburos iraníes. Esa es la misma táctica que está siguiendo con otros socios y aliados, especialmente en el este asiático, pero también con Ankara, aunque el gobierno turco acaba de expresar su decisión de mantener la relación con Teherán. La tensión con Turquía es un buen ejemplo de las dudas que genera el empeño de Trump, dejando saber por un lado que quizás no habrá venta de los F-35 si Erdogan no se doblega a sus exigencias, mientras por otro se intenta evitar que un nuevo paso en falso acabe situando a Ankara en la órbita rusa (no solo comprando material de defensa y cuestionando su pertenencia a la OTAN, sino también aumentando las relaciones en el campo energético).
En el ámbito interno, la línea de acción más significativa es la apuesta belicista que trasmite la difusión, el pasado día 23, por parte del Congreso estadounidense de la National Defense Authorization Act –que no solo define las líneas básicas del presupuesto de defensa sino también las prioridades y políticas del ramo. Aunque todavía hay que esperar hasta el 1 de octubre para llegar a un presupuesto oficial, lo que ya se vislumbra con nitidez es la voluntad de incrementar notablemente el esfuerzo bélico, para llevarlo a niveles que, en términos reales, solo cabe comparar con los de la época de Ronald Reagan. Sin que eso signifique automáticamente que un ataque a Irán está a la vuelta de la esquina, basta para entender que para quien insiste en dotarse preferentemente de instrumentos militares es mucho más probable que todo lo quiera solucionar empleando esos medios, aunque no sean los más adecuados.
Antes de llegar a ese punto Trump empleará el enorme poder económico de Washington para intentar ahogar hasta tal punto a los 80 millones de iraníes que terminen por provocar un colapso interno. Los defensores de este plan creen ver ya en las manifestaciones ciudadanas de estas últimas semanas el inicio de un proceso que, debidamente alimentado desde fuera, repita lo vivido en Túnez, Egipto, Libia o Yemen. Alimentados por su propio entusiasmo corren el riesgo de no ver que la capacidad de resistencia del régimen iraní ha logrado superar momentos muy delicados en estas últimas décadas y que un asedio de ese tipo puede dar aún más alas a los ultraconservadores y arrastrar a Rohaní al surco o a posiciones más duras. Lo que de momento parece una frívola “guerra de tweets” –alimentada no solo por Trump sino también por el general Qasem Soleimani desafiándolo (“ven, estamos listos”)–, puede acabar derivando en una mucho más seria, contando con que no cabe esperar que el régimen iraní va a asistir pasivamente a su propio entierro.