Tanto para lo bueno como para lo malo, el hecho de que ya más de la mitad de la población mundial viva en entornos urbanos convierte a las ciudades en los escenarios principales de la tragicomedia humana. Es en ellas donde muchos –con razón o sin ella– creen poder satisfacer mejor sus necesidades básicas, huyendo de unos entornos rurales cada vez menos amigables. También son legión los que creen que en sus calles podrán mejorar sus opciones vitales y procurarse un mayor nivel de seguridad, como reflejo de aquella imagen medieval que consideraba como un entorno salvaje a todo lo que quedaba fuera de sus murallas.
Sin embargo, más allá de otras lecturas no menos problemáticas (como la que se refiere a unas megaciudades medioambientalmente insostenibles o a urbes sometidas a situaciones de guerra abierta), el puntual informe anual del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (CCSPJP) nos vuelve a enfrentar a una imagen escasamente complaciente. En su clasificación de las 50 ciudades más violentas del planeta, contabilizando tan solo a las que superan los 300.000 habitantes y no están localizadas en países que sufren un conflicto armado generalizado (Mosul, Alepo, Trípoli, Kabul…), destaca sobre todo el hecho de que 41 de ellas estén localizadas en América Latina.
Sabemos que, a pesar de los puntuales avances producidos en algunos países latinoamericanos, ésta es la región más desigual del planeta. Dato fundamental que nos lleva nuevamente a recordar que la brecha de desigualdad (no solo de pobreza, dado que la desigualdad abarca dimensiones más amplias) entre personas y grupos que comparten un mismo territorio constituye el factor belígeno más potente que existe. Así se entiende que en esa sombría clasificación haya 21 ciudades brasileñas, ocho venezolanas (con Caracas a la cabeza de la clasificación global, y Maturín en el quinto puesto), cinco mexicanas (con Acapulco ocupando el cuarto lugar), cuatro sudafricanas, cuatro estadounidenses, tres colombianas, dos hondureñas (con San Pedro Sula cayendo al segundo lugar), una salvadoreña (San Salvador ocupa la tercera posición), una guatemalteca y una jamaicana.
De los aproximadamente 450.000 homicidios y asesinatos que se producen cada año en el mundo, los registrados en esas primeras 50 ciudades, que suponen un total de 77,8 millones de personas, se elevaron en 2015 a 41.338. Eso supone una media de 53,08 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, umbral que solo superan las veinte primeras, con Caracas (119,87), San Pedro Sula (111,03) y San Salvador (108,54) más que duplicando ese nivel.
Sin que la vida en las urbes europeas sea precisamente idílica, el hecho de que no aparezca ninguna del Viejo Continente en la lista sirve igualmente para reforzar ideas que cualquier gobernante debería tener muy presente. Por un lado, lejos de recrearse en una falsa idea de paz perpetua, es preciso entender que, por muy sólidos que se consideren los logros alcanzados en estas últimas décadas, ninguna sociedad está inmunizada contra la violencia y la guerra. La construcción de la paz y la prevención de conflictos violentos es, por tanto, una tarea permanente; más aún en un mundo globalizado en el que la convivencia entre distintos supone un reto constante. Y para ello es imprescindible contar con mecanismos de negociación y mediación a todos los niveles, empezando por los que atiendan conflictos personales y vecinales.
Por otro, tras haber pasado de ser el entorno más violento del planeta en la primera mitad del siglo pasado a ser hoy el más pacífico en términos relativos, el ejemplo europeo nos muestra que el alejamiento de la violencia como método de resolución de problemas se basa fundamentalmente en exitosos programas de integración social. Sin idealismo de ningún tipo –y, por tanto, asumiendo la necesidad de contar con instrumentos de disuasión y sanción– es elemental entender que los medios policiales y judiciales nunca bastarán por sí solos para reprimir o desactivar a los violentos. El camino no es apostar por el incremento incesante de los medios represivos, ni por seguir recortando los derechos y libertades que nos definen como sociedades abiertas. Menos aún, por privatizar la seguridad, debilitando de ese modo el monopolio del uso legítimo de la violencia por parte del Estado y convirtiendo la seguridad en un bien privado, solo al alcance de los que puedan económicamente permitírselo.
La respuesta a la violencia, si realmente se pretende ir más allá de la reacción inmediata, consiste fundamentalmente en crear las condiciones para satisfacer necesidades básicas, permitir una vida digna y garantizar la seguridad de cada ser humano. Eso, como nos indica el ambicioso concepto de la seguridad humana, implica la activación simultánea de esfuerzos centrados en promover procesos sociales, políticos y económicos inclusivos. La libertad, la dignidad y, todavía por un tiempo, el trabajo son elementos sustanciales de una agenda que debe ocuparse explícitamente de no dejar a nadie fuera. Y ahora mismo España tiene el triste privilegio de ser uno de los países más desiguales de Europa. Pésima señal.