En la vigilia por las víctimas del Manchester Arena, el pasado 19 de mayo, el poeta Tony Walsh, conocido por el nom de plume de “Longfella”, recitó –en una poderosa puesta en escena, rodeado por líderes religiosos de diversas confesiones–, unos emotivos versos titulados “This is the place”, en los que resaltaba los valores cívicos de la ciudad británica y explicaba por qué el terrorismo nunca acabaría con ellos, “Because this is a place where we stand strong together, with a smile on our face, greater Manchester forever”.
Desde el año 2000, y hasta 2016, según los datos recogidos por la eurodiputada Maite Pagazaurtundúa en el Libro Blanco y Negro del Terrorismo (2000-2016), producto de una exhaustiva investigación cuantitativa sobre los atentados y víctimas del terrorismo en la UE, 658 personas fallecieron en territorio europeo como consecuencia de acciones de violencia política practicada por grupos terroristas de distinto signo. El 82,8% de estas victimas responde a actos terroristas de naturaleza yihadista, esto es, aquel inspirado por la versión más rigorista y belicosa del credo islámico. El alto impacto de esta violencia –medido en términos de letalidad– en occidente responde precisamente a la táctica empleada en Manchester de atentar contra “objetivos blandos”, lugares en los que se congrega población civil (en gran número) en el desarrollo de sus actividades cotidianas.
Analizando en detalle el número de atentados y víctimas mortales derivados de estos ataques yihadistas a lo largo de los dieciséis años estudiados en el libro, podemos apreciar distintos momentos en la evolución del terrorismo global en Europa, los cuales responden a las diferentes estrategias adoptadas por el movimiento yihadista global para adaptarse a los contextos que ha atravesado en dicho período. Así, en el particular caso europeo, desde el año 2000 hasta 2016, podríamos hablar de dos grandes etapas: una primera, vinculada a al-Qaeda –única matriz de terrorismo global hasta la aparición de EI–, que alcanza su máximo impacto en los años 2004 y 2005, en Madrid y Londres respectivamente. Entonces al-Qaeda emprendió una estrategia de descentralización como respuesta a la contraofensiva del gobierno de los Estados Unidos y sus aliados tras el 11-S, promoviendo franquicias, organizaciones asociadas y animando a seguidores inspirados en su ideología a atentar en sus países de origen. Es precisamente en los atentados de Londres cuando Europa asume la emergencia de un terrorismo de yihadista homegrown.
A partir de ese momento, se inicia un periodo de cierto decaimiento, acentuado por la muerte de su líder carismático, Osama Bin Laden, que se prolongará hasta 2013, cuando daría comienzo la segunda etapa a la que nos referíamos, protagonizada por EI tras su emergencia como nueva matriz de terrorismo global al romper con al-Qaeda, en la que todavía estaríamos inmersos (ver gráfico). Dentro de esta segunda etapa, podemos apreciar así mismo dos subetapas, cuya línea divisoria la marca el cambio estratégico que ha seguido EI en los dos últimos años, desde una agenda basada en lo local; es decir, consolidar el califato en Oriente Medio, a otra ofensiva, basada en la acciones fuera de la región. En el mismo gráfico, incluido en el mencionado libro, puede verse claramente el aludido cambio de estrategia a partir de 2015, no en vano, excluyendo el año 2004 (el más sangriento en Europa por los atentados del 11-M en Madrid), son precisamente los años 2015, con 151 víctimas y 2016, cuando se registraron 133 víctimas mortales, los años más sangrientos como consecuencia de los atentados yihadistas relacionados con EI en Paris, Bruselas, Niza o Berlín, entre otras ciudades europeas.
El atentado perpetrado por un individuo británico de origen libio de 22 años, reivindicado por EI, en Manchester es un ejemplo más del giro estratégico de la organización yihadista ante la decadencia del califato en Oriente Medio, priorizando los ataques en occidente contra objetivos blandos. Tal y como ha reconocido el director de Europol, Rob Wainwright, “Europa se encuentra en este momento frente a la mayor amenaza terrorista desde hace 10 años” y esta no va a desaparecer en el corto plazo.
Pero Manchester ofrece, además, el ejemplo de una ciudad resiliente que supo reponerse ante la adversidad y mirar hacia el futuro. Fue tras el atentado del IRA en 1996 que devastó el centro de la ciudad, cuando la ciudad dio un giro a lo que es hoy: una ciudad moderna –no solo arquitectónicamente–, abierta y vibrante, que no dejará de serlo aunque el zarpazo yihadista haya alcanzado hace pocos días al sector más vulnerable de su población. Mientras las autoridades estudian cómo proteger mejor a sus ciudadanos desde el punto de vista operativo, la resiliencia social frente al terrorismo es clave para afrontar el complejo escenario que enfrentamos, y esto también requiere la adopción de medidas concretas para sensibilizar, sin alarmismos, sobre la amenaza y estar preparados para responder en caso de que esta amenaza se materialice. Sociedades fuertes y cohesionadas, en defensa de las libertades y valores democráticos, son fundamentales frente a la violencia extremista.