Versión en inglés: Biden’s first 100 days: a more European US; should Europe now become more American?
El presidente de EEUU, Joe Biden, llega a sus primeros 100 días en la Casa Blanca con políticas económicas que han sido tildadas de revolucionarias y que podrían estar enterrando definitivamente el neoliberalismo y redefiniendo el Consenso de Washington, justamente ahora que quien acuñó el término, John Williamson, acaba de morir.
Sin embargo, lo que está proponiendo la Administración Biden (aumentar el gasto público, mejorar las infraestructuras y reducir la desigualdad y precariedad, y financiarlo con mayores impuestos progresivos, tanto en casa como fuera) puede que se inspire en el New Deal de los años 30 de Franklin D. Roosevelt, pero en la realidad no es más que un intento de acercar la economía estadounidense a los principios básicos del modelo europeo de economía social de mercado. Es decir, aumentar el papel del Estado en la economía para intentar generar un nuevo contrato social para la era de la digitalización. Mucho de lo que ahora es consenso en el Partido Demócrata norteamericano lo lleva practicando la UE, o la mayoría de sus Estados, desde hace tiempo, y justamente era Washington quien se oponía.
“lo que está proponiendo la Administración Biden (…) puede que se inspire en el New Deal de los años 30 de Franklin D. Roosevelt, pero en la realidad no es más que un intento de acercar la economía estadounidense a los principios básicos del modelo europeo de economía social de mercado”
Para entender a este Biden tan europeo resulta útil analizar su programa sobre cinco planos diferentes: (1) el teórico-analítico; (2) el material; (3) el ideacional; (4) el de las políticas económicas; y (5) el de la geopolítica. Después de llevar a cabo esta deconstrucción, y de explorar el impacto que podría tener en forjar un nuevo consenso en política económica a nivel internacional que ponga fin a la era de la híper-globalización –y que consideramos saludable porque hay que cerrar las fracturas sociales que ésta ha generado– veremos por qué a esta Europa con un Estado del bienestar más desarrollado (y que, por supuesto, hay que mejorar), también le interesaría volverse “más norteamericana” en algunas de sus políticas públicas.
Pero empecemos por entender qué está pasando. Aunque puede que no sea evidente, el Estado y el mercado son complementarios e interdependientes. El mercado no puede funcionar sin sustrato institucional y el Estado necesita al sistema de mercado para generar innovación y riqueza, como bien ha entendido China al abrazar el capitalismo.
Aun así, desde hace siglos, el equilibrio entre Estado y mercado, en forma de más o menos regulación, impuestos o redistribución, ha ido variando. En los últimos 150 años hemos tenido el capitalismo “salvaje” a finales del siglo XIX; más Estado con el Keynesianismo, el New Deal y el “ordoliberalismo”alemán, que sentaron las bases de la economía social de mercado en Europa después de la Segunda Guerra mundial; y la revolución neoliberal capitaneada por Reagan y Thatcher (“el Estado es el problema, el mercado es la solución”) a partir de los años 80 del siglo pasado, reforzada además como ideología hegemónica tras la caída del bloque soviético.
Todas estas grandes transformaciones han tenido su traslación al ámbito de la economía internacional: patrón oro y libre comercio bajo hegemonía británica; pacto de Bretton Woods con límites a la movilidad de capital para dar autonomía a la política económica doméstica y redistribuir mejor; e híper-globalización con elevado componente financiero tras el colapso del bloque soviético. Pero, como explicó Karl Polanyi en 1944 en La gran transformación, cuando el mercado se desancla del sistema social en el que opera, la obsesión por mantener el equilibrio externo de la economía (baja inflación y equilibrio presupuestario y en la balanza de pagos) hace que se desoigan las demandas ciudadanas y la desigualdad llega a tal extremo que el modelo queda deslegitimado y aparecen fuerzas políticas internas que llevan a un ajuste, que puede ser pacífico o violento, pero que es inevitable. Es lo que se conoce como el “doble movimiento” o “efecto péndulo” que hace que una época de laissez faire y desregulación venga seguida por otra de mayor intervención y participación pública. Como indica la literatura de Variedades de Capitalismo, esa participación del Estado (aunque menguante) fue siempre mayor en la UE (tanto en el capitalismo nórdico y como en el renano, como en el mediterráneo), y ahora EEUU vuelve a esa senda.
Aterrizar esta visión teórica en la realidad implica entender cómo las condiciones materiales de partes importantes de la población en los países avanzados han ido empeorando, especialmente desde la crisis financiera global de 2008 y las políticas de austeridad que la siguieron, a las que se añaden ahora las consecuencias económicas del COVID-19. No debemos confundirnos. Las últimas décadas han generado un enorme crecimiento y han sido muy positivas para muchos países emergentes (gracias, entre otros factores, a un mejor equilibrio entre Estado y mercado, principalmente en Asia Oriental), pero su reparto ha sido extremadamente desigual. Y ese aumento de la desigualdad y, sobre todo, la reducción en la movilidad social y en la igualdad de oportunidades en los países ricos, provocada en parte por la precariedad laboral, se ha combinado con la frustración que ha generado el “declive de Occidente” y la vuelta a los debates identitarios y nativistas a la política nacional, generando las bases para que la ciudadanía reclame un Estado más protector. Ya lo hizo desde la Gran Recesión (2008-2010), pero ahora con el COVID-19, tanto la recuperación en “K” (con ganadores y perdedores) como la necesidad de protección (sanitaria y económica), llevan inevitablemente a un mayor papel del Estado. Las condiciones materiales así lo requieren. También en Europa.
“Las últimas décadas han generado un enorme crecimiento y han sido muy positivas para muchos países emergentes (…), pero su reparto ha sido extremadamente desigual”.
Pero, como señalaba Keynes al final de su Teoría general, las ideas, los marcos mentales en los que se desenvuelve la política, son cruciales para cambiar la realidad: definen lo posible y aceptable y van mutando. Y siempre hay alguien (habitualmente un académico), que sobre condiciones materiales cambiantes elabora las bases de esas ideas “revolucionarias” que luego sustentan las políticas económicas de cambio y les dan legitimidad. Así como Robert Lucas y Milton Friedman sentaron las bases ideacionales de la revolución conservadora, en esta ocasión autores como Piketty y Zucman (por cierto, los dos franceses) y, ya antes, Rodrik, Stiglitz y Krugman pusieron los problemas económicos que genera la desigualdad o la evasión fiscal en el centro del debate público y, lo que es más importante, lo articularon desde modelos formales dentro de la “profesión económica”, y no desde la radicalidad anti-sistema. Asimismo, las contribuciones de Nick Stern y William Nordhaus contribuyeron a poner el problema del cambio climático –y sus posibles soluciones– en la agenda de investigación económica.
Y poco a poco, en gran parte gracias a la labor de divulgación de las ideas económicas entre las elites globales que han llevado a cabo periodistas como Martin Wolf y Martin Sandbu del Financial Times, organizaciones como el FMI, la OCDE y la UE han ido integrándolas. Como resultado, lo que era radical hace 20 años (impuestos ambientales, tasa sobre transacciones financieras, un impuesto de sociedades mínimo global y, en general, hablar del peligro de que la fractura social que genera la desigualdad socave los cimientos de la democracia), son ahora políticas perfectamente aceptadas. El FMI, por ejemplo, otrora considerado el bastión del pensamiento neoliberal, acaba de proponer que se suban los impuestos a las clases altas.
“Biden es consciente de que para poder seguir defendiendo y promoviendo el modelo socioeconómico de las democracias liberales frente a sistemas más autoritarios como el ruso o el chino, no es suficiente con que EEUU vuelva a liderar iniciativas globales”.
Y eso nos lleva a lo que efectivamente ha logrado Biden en estos primeros 100 días y el impacto que su programa de gobierno podría tener sobre la economía política internacional. El presidente, consciente de que más de 70 millones de estadounidenses votaron a Trump, parece convencido de que debe cerrar las brechas internas de la economía y la sociedad americana. Brechas que son mayores que en Europa porque aquí todavía hay unos Estados del bienestar más amplios y unos estabilizadores automáticos que amortiguan el impacto de las crisis (sobre todo en el norte del continente). El eslogan de Biden, “Reconstruir mejor” (Build Back Better), refleja el anhelo de refundar el contrato social, cuya ruptura ha polarizado al país, y que de lograr restituirse volvería a la sociedad norteamericana más europea (ese es, sin duda, el deseo de muchos intelectuales vinculados al Partido Demócrata): tener unos EEUU con menos desigualdad, mayor presión fiscal, más apoyo a los “perdedores” de la globalización y el cambio tecnológico, mejores infraestructuras y un sistema sanitario y educativo que aumente la igualdad de oportunidades y reactive el ascensor social. Justamente, ese modelo de economía social de mercado también se tiene que reformar en Europa para adaptarlo al siglo XXI.
Finalmente, esa transformación interna también es necesaria para poder competir con China a nivel geopolítico. Biden es consciente de que para poder seguir defendiendo y promoviendo el modelo socioeconómico de las democracias liberales frente a sistemas más autoritarios como el ruso o el chino, no es suficiente con que EEUU vuelva a liderar iniciativas globales. La vuelta al Acuerdo de París sobre Cambio Climático, la reactivación del G20, la ampliación de los derechos especiales de giro del FMI (650.000 millones de dólares para dar liquidez a los países en desarrollo), la cooperación en la OCDE para una mayor fiscalidad de las empresas o el intento de desbloqueo parcial de la OMC con el nombramiento de la nueva directora general (la nigeriana Ngozi Okonjo-Iweala) son importantes, pero los mayores esfuerzos deben centrarse en mejorar el nivel de vida del ciudadano medio norteamericano. Y Biden piensa que sólo puede conseguirlo “calentando la economía” (aún a riesgo de que aparezca la inflación) para superar los problemas sociales y económicos del país, y así ganarse a parte de los votantes republicanos y mantener la popularidad tras las mid-term elections de dentro de dos años. Si no lo logra, no podrá aprobar leyes transformadoras, como ya le pasara a Obama cuando los demócratas perdieron la mayoría.
“Si eso significa adoptar aspectos del modelo europeo en EEUU, quizá en Europa haya que adaptar ese mismo modelo para la nueva era de competición entre grandes potencias”.
Si eso significa adoptar aspectos del modelo europeo en EEUU, quizá en Europa haya que adaptar ese mismo modelo para la nueva era de competición entre grandes potencias. La insistencia que hay en Europa por reformar y no sólo gastar, y cuando se gasta, gastar de forma eficiente, hay que mantenerla. El Build Back Better implica usar los recursos públicos lo mejor posible y crear mecanismos de control. Pero para ello se necesita mejorar las condiciones pre-distributivas y hacer efectiva una mayor igualdad de oportunidades, y eso a veces requiere de menos y no de más regulación (por ejemplo, en facilitar la creación y consolidación de empresas). Redistribuir más y mejor, pero con una administración más ágil y menos burocrática. Y desarrollar una política industrial para la revolución digital, lo que requiere de una mayor colaboración público-privada, así como de proyectos transfronterizos que pueden apoyarse en los fondos Next Generation EU (ahí Europa tiene mucho que aprender de los programas de innovación estadounidenses como el DARPA). En definitiva, quizá en estos ámbitos, Europa tiene que hacerse más norteamericana, y así impulsar su propio doble movimiento. Teniendo la segunda divisa más importante del mundo, el no hacerlo sería un error histórico.