Mucho ruido, y alguna acción, está provocando la supuesta injerencia rusa a favor de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales en EEUU. El candidato electo, en contra de los servicios de inteligencia y del presidente saliente, ya no niega que haya prueba alguna de tal intromisión, sino que no contó en los resultados electorales. El caso influirá en otras citas con las urnas y puede debilitar la confianza democrática en los países que la tienen.
Interferir en elecciones nacionales desde fuera no es una novedad. De hecho, es algo bastante habitual. Algunos ejemplos: en 1980 el ayatolá Jomeini, al no mandar liberar a los rehenes de la embajada de EEUU en Teherán, selló la suerte de Jimmy Carter, que perdió ante Ronald Reagan. Los liberó mientras el nuevo presidente estaba leyendo su discurso de inauguración el 20 de enero de 1981. Por medio del terrorismo, los yihadistas intervinieron con los atentados del 11-M de 2004 en Madrid en las elecciones de tres días después, cuyos resultados, sin embargo, también se debieron a la manera en que el Gobierno de Aznar gestionó la información disponible. Y uno se puede remontar más atrás, a las primeras elecciones en la democracia española, con el apoyo de los socialdemócratas y de los democristianos alemanes a sus homólogos españoles. La CIA, por su parte, trató desde 1948 de influir en las elecciones italianas para evitar que los comunistas llegaran al poder. Por no hablar de las presiones de EEUU, Rusia y otros países en las elecciones en Ucrania. Lo nuevo es el método, a través del ciberespionaje y la diseminación de la información lograda y otra inventada. Pero en esto la NSA (Agencia de Seguridad Nacional) de EEUU no ha dudado en espiar a quién podía, como han puesto de relieve las filtraciones de Snowden. Vale, pues, para los países que pueden hacerlo: pues si algo es espiable y manipulable, se espía y se manipula. Eso sí, hay que saber defenderse.
Ya en agosto pasado, cuando empezaron a filtrarse correos de la sede de la campaña del Partido Demócrata, la CIA afirmó que el origen del hackeo –y de alguna desinformación por twitter y otras redes sociales– era ruso, algo, en principio, nada fácil de determinar. Trump, entonces candidato, lo puso en duda, y como presidente electo se mantuvo en sus críticas a los servicios de inteligencia, en lo que se ha visto apoyado por Julian Assange, desde su refugio en la Embajada de Ecuador en Londres, en una entrevista en la Fox en la que el fundador de Wikileaks, que canalizó estas filtraciones, afirmó que un adolescente podría haber hackeado a los demócratas. Un informe desclasificado, resumen de otro clasificado que sin duda le habrá llegado a Trump, de los servicios de inteligencia, titulado “Evaluación de las actividades y las intenciones de Rusia en las recientes elecciones estadounidenses”: el proceso analítico y la atribución del ciberincidente, hecho público el pasado viernes por la Oficina del Director de Inteligencia Nacional, asegura que Putin “ordenó” influir en las elecciones y detalla el tipo de acciones, desde el hackeo, hasta la difusión de propaganda e informaciones falsas, y su difusión, una operación compleja.
Una vez en el Despacho Oval tras las represalias de Obama (la orden de expulsión de 35 supuestos agentes soviéticos en EEUU y las medidas contra los dos principales servicios de inteligencia rusos, el FSB y el GRU, un gesto muy clásico pero las represalias cibernéticas hubieran sido una escalada más peligrosa y podrían haber puesto de relieve capacidades ocultas de EEUU) Trump se ha comprometido a montar un equipo para luchar contra estas prácticas. Pero su insistencia ha sido sobre todo en que la supuesta campaña no influyó en los resultados electorales que le dieron la victoria frente a Hillary Clinton en el colegio electoral, aunque no en número de ciudadanos que le votaron, tras haber hablado de “caza de brujas”.
El aún presidente Obama había afirmado a finales de diciembre en un comunicado que “todos los estadounidenses deberían estar alarmados por las acciones de Rusia”, añadiendo que “además de responsabilizar a Rusia por lo que ha hecho, Estados Unidos y sus amigos y aliados en todo el mundo deben trabajar juntos para oponerse a los esfuerzos de Rusia para socavar las normas internacionales de conducta establecidas e interferir con la gobernabilidad democrática”. Putin decidió no responder con una escalada y esperar la llegada de Trump a la Casa Blanca, que se producirá el próximo 20 de enero. Pero altos agentes de inteligencia habían asegurado que se habían interceptado comunicaciones –lo que confirmaría que lo hacen– de miembros del gobierno de Putin celebrando la victoria de Trump como “una ganancia geopolítica para Moscú”.
Un ex jefe de la CIA lo llamó, algo exageradamente, “el equivalente político al 11S”; para otros es la primera ciberguerra, aunque no lo sea. De hecho, en 2008 y 2012 las campañas de McCain, Romney y Obama, fueron objetivo de hackers. EEUU no es el único país que controla este campo, naturalmente, aunque va muy delante. China es muy ciberactiva pero deja más rastros. Incluso una potencia mediana como el Reino Unido lo hace desde su Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno (GCHQ) para las actividades de inteligencia de señales (SIGINT), muy anterior a todo este mundo.
Ahora hay cierto temor de que, por un medio u otro, con una finalidad u otra, se pueda interferir desde fuera en las importantes elecciones que se van a celebrar en 2017 en los Países Bajos, Francia y Alemania. Los servicios de seguridad de este último país han afirmado detectar la mano de Rusia en una escalada de ciberespionaje. En 2016 el Bundestag, la Cámara Baja alemana, sufrió uno de estos ataques. La canciller y candidata con grandes posibilidades de repetir Angela Merkel, ha alertado de que hay señales de ataques por Internet y campañas de desinformación que venían de Rusia y que podrían “desempeñar un papel en la campaña electoral” de cara al otoño. Pero para Merkel –que fue espiada por la NSA lo que produjo una grave crisis en las relaciones entre Berlín y Washington– éste es un elemento de la llamada “guerra híbrida” rusa y ya forma parte de “la vida normal” –la “nueva normalidad” (the new normal), lo llama el informe estadunidense–, por lo que habrá que gestionarlo. También, con más ahínco, en España.
Hay preocupación en la UE, no tanto por la actitud pro-rusa de François Fillon por los Republicanos y Marine Le Pen por el Frente Nacional, sino por la vulnerabilidad general europea ante Rusia, dadas las conexiones económicas y sociales. En general, puede haber una cierta debilidad ante este tipo de ataques y de campañas de desinformación en las llamadas democracias liberales. Pero en EEUU las filtraciones sobre la campaña demócrata a Wikileaks pueden haber tenido menos impacto electoral que las declaraciones dos semanas antes de la jornada electoral del director del FBI sobre el uso impropio de cuentas privadas de correo electrónico cuando Clinton era secretaria de Estado. El jefe de la campaña de Clinton y antiguo jefe de gabinete de su marido cuando era presidente, John Podesta, a su vez uno de los objetivos de ese hackeo, ha escrito que “algo está profundamente roto en el FBI”, al no alertar suficientemente al Partido Demócrata y a la campaña de Clinton. Y no hay que olvidar que los medios, de todo tipo y orientación, también han colaborado en difundir esos contenidos.
Como señala Jakob Bund desde el Instituto de la UE para Estudios de Seguridad, hay cuatro maneras de influir en elecciones por cibermedios: (1) cambiando el voto; (2) manipulando la información que puede cambiar el voto (a lo que, cabe insistir, se prestan las nuevas técnicas neurocientíficas); (3) interfiriendo en el acto de votar; y (4) socavando la confianza en la integridad del voto. Es decir, minando la confianza en las elecciones y en las reglas del juego democrático. Ahora bien, en el ciberespacio rigen ahora otras reglas, o falta de ellas, que han empezado a afectar profundamente a la democracia y a la geopolítica.