En apenas setenta años la República Popular de China ha transitado sin pausa desde la irrelevancia más absoluta hasta la preeminencia incuestionable de hoy. Una posición derivada de su innegable peso demográfico, su condición de primera economía mundial (en términos de paridad de poder adquisitivo, aunque no todavía en términos nominales), su histórica unidad territorial, su particular sistema político centralizado y, cada vez más, su potencial militar. Por supuesto, todavía Estados Unidos sigue siendo el hegemón mundial y el gestor principal de un sistema de relaciones internacionales instaurado cuando la voz de Pekín era apenas escuchada. Pero pocas dudas puede haber ya de que estamos inmersos en un proceso en el que, al margen de otros actores que se mueven en un escalón inferior, el principal foco de atención (y tensión) de los próximos años se centra en el intento del primero por seguir teniendo la voz cantante y del segundo por pedir (o exigir) que sea la suya la que prevalezca.
Esto no nos lleva inevitablemente a un choque directo que, racionalmente, ninguno de ellos puede desear. E incluso cabe imaginar que, conscientes de que en nuestro mundo globalizado ningún Estado-nación tiene capacidad para hacer frente en solitario a los desafíos que nos plantea el presente siglo, se pueda llegar a una suma de fuerzas para gestionar esta desigual globalización (aunque del mediático G-2 de la primera etapa de Obama apenas queda rastro). Tampoco es descartable que, obligados por sus propias limitaciones, ambos acaben por establecer un informal reparto de áreas de influencia en línea con la desglobalización a la que apuntan diversos analistas, tratando de evitar un enfrentamiento directo que sería mutuamente suicida. Pero lo más probable hoy es un incremento de la tensión bilateral derivada de sus contrapuestos intereses en muchos rincones del planeta –con los mares costeros chinos como escenario más inmediato.
En previsión de ese escenario no resulta banal que, como acto sobresaliente de las celebraciones del septuagésimo aniversario de su creación, China haya organizado el mayor desfile militar de su historia, mostrando un sofisticado arsenal de nuevos artilugios que pretenden confirmar que el Ejército Popular de Liberación (rama militar del Partido Comunista, más que fuerzas armadas estatales) están preparado para hacer frente al desafío. Es cierto que, a pesar de haber duplicado su gasto en defensa en la última década, todavía queda lejos del poderío militar de Washington. Pero también lo es que no solo la distancia se va acortando, sino que, sobre todo, China cuenta con considerables medios en otros ámbitos que resultan tanto o más importantes para desarrollar su agenda.
Aprovechando las ventajas de un poder político interno cuasiimperial, la ausencia de oposición organizada y de opinión pública con capacidad para influir en la agenda política –como resultado de una política de control y represión difícilmente digerible desde un prisma democrático–, Xi Jinping puede pensar y actuar a largo plazo. Y eso, sobre los cimientos de su condición de “fabrica del mundo”, prestamista e innovador tecnológico, le permite no solo disputar a Washington socios y aliados en todos los continentes, sino también ganar apoyos para cuestionar las actuales reglas del juego internacional. Así hay que entender, con dinero por delante, su afán por cerrar el paso a Taiwan (con el que ya solo quince Estados mantienen relaciones) o su cortejo a los miembros de la ASEAN para que, mezclando ofertas y amenazas, acaben siendo más sensibles a sus reclamaciones en el mar del Sur de China y en el mar del Este de China.
Pero, igualmente, se ocupa de restar aliados a Washington en África o América –con el atractivo, no exento de temores, que suscita su macroproyecto de la Franja y la Ruta–, con una inteligente combinación de incentivos económicos y mirada laxa sobre la corrupción o los derechos humanos que tan teatralmente utilizan los occidentales. De ese modo, no solo procura cubrir sus necesidades, no solo energéticas y alimentarias, sino también anclar a muchos gobiernos a su propio bando.
Nada de esto quiere decir que China tenga el camino despejado para convertirse en el próximo líder mundial y que EEUU vaya a permanecer inactivo hasta entonces. Por un lado, buena parte de lo que le ha llevado hasta aquí –incluyendo su política de hijo único o su modelo económico dirigido a la exportación– ha pasado ahora a convertirse en un problema de enorme magnitud. A eso se añade que China está mal situada –dado el escaso porcentaje de votos que obtuvo en el reparto inicial– en las organizaciones internacionales que, en buena medida, todavía gestionan o gobiernan los asuntos mundiales. Y ese es uno de los puntos en los que, a buen seguro, Estados Unidos (con la colaboración interesada de socios europeos que tampoco quieren perder cuota de poder a expensas de Pekín) intentará bloquear a su adversario. Sin olvidar, por supuesto, los esfuerzos que ya está realizando Donald Trump para que tanto India, como Japón, Corea del Sur y otros vecinos de China se afanen más aún para mejorar sus capacidades militares en el intento común por cerrar el paso a quien sueña ya con abrirse a los mares y océanos mundiales.
La pelota ya está en juego… y todavía no se sabe qué papel corresponde a la Unión Europea en el partido.