Hacer pronósticos sobre el futuro de China es una tarea ardua. Los analistas occidentales han vivido durante mucho tiempo de las ilusiones de Tiananmen, de una época en la que se pensaba que China podía ser otra ficha del dominó que arrastró en su caída a la mayoría de los regímenes comunistas. Pero China era y sigue siendo distinta. Las tesis sobre el desarrollo económico y la paralela ascensión de las clases medias no han demostrado su vigencia. El Partido Comunista Chino (PCCh) no se asemejó al viejo partido comunista húngaro, transformado en socialdemócrata desde el poder. Por el contrario, los comunistas chinos se aferran al gobierno y ejercen un hábil y riguroso control político y económico. Ahora el PCCh vende a su pueblo uno de los bienes más apreciados en un mundo de cambios vertiginosos: la estabilidad. La administra con una dosificada mezcla de autoritarismo, nacionalismo y extensión de la prosperidad económica para un gran número de personas. El PCCh ha abandonado en la práctica las teorías de Marx, aunque muchos turistas chinos sigan haciendo una parada obligada en la casa museo de Tréveris del filósofo alemán, pero ha conservado la iconografía de Mao, venerado no tanto como continuador del marxismo sino como un patriota y liberador de China tras un siglo de humillaciones extranjeras.
Para profundizar en el estudio de una China cercana gracias al escenario de la globalización y a la vez terra incognita respecto al futuro, hay que recomendar un excelente libro del periodista norteamericano Evan Osnos, Age of Ambition: Chasing Fortune, Truth and Faith in the New China. Osnos pasó cinco años en Pekín como corresponsal de The New Yorker, y conoce los entresijos y las paradojas del régimen chino, aunque paralelamente ha profundizado en las vidas públicas y privadas de algunos ciudadanos chinos. Ha conversado con ellos y sondeado sus aspiraciones y proyectos para concluir que China vive una era de la ambición, y establece un paralelo histórico con EEUU que conoció una era semejante, señalada por el espectacular crecimiento económico y el progresivo protagonismo mundial, entre 1865 y 1900. Su libro gira en torno a tres elementos, la fortuna, la verdad y la fe, ausentes en cualquiera de los regímenes comunistas clásicos. El que hayan aflorado en la China actual solo puede explicarse por una “revolución” más influyente y duradera que la maoísta: la representada por Deng Xiaoping, partidario de la apertura de China a la economía de mercado, pese a que inevitablemente “entraran algunas moscas”. Deng abrió puertas para la prosperidad económica, y desde entonces el régimen trataría de persuadir a su pueblo de que el precio para comprarla, y para conservarla, era la lealtad al gobierno. Es más, el propio gobierno se preocuparía por fomentar ambiciones y sueños individuales dentro de unos límites. Aquella frase atribuida a Deng de que “ser rico es glorioso” haría fortuna en el amplio sentido de la palabra. Desde entonces, la libertad individual sería entendida como un camino para alcanzar la prosperidad. En cambio, en política la libertad más importante sería no la del individuo sino la de la nación, lo que equivale a orgullo patriótico y nacionalismo. Nada nuevo porque también lo creía Sun Yat Sen, el fundador de la primera república china, que consideraba que el individuo debía de estar supeditado a la organización.
Si algo caracteriza a los ciudadanos chinos que Osnos presenta en su libro es que la mayoría podrían ser etiquetados como representantes de la “generación del yo”, pues rebosan de autoconfianza y afanes de protagonismo, queriendo marcar contrastes con el colectivismo utópico de la revolución cultural. Casi todos aspiraban, y lo han conseguido, a tener su propia casa, su propio coche, a enviar a sus hijos a la universidad o viajar al extranjero. No cabe duda de que el régimen ha alimentado muchos egos en la creencia de que esa generación no se rebelará por el temor de perder su prosperidad. Hay nuevos ricos de refinados gustos occidentales que están convencidos de vivir en el mejor de los mundos y no cuestionan el poder establecido, entre otras cosas porque algunos también tienen el carné del PCCh.
Osnos ya no cree, como en sus días de estudiante, que cuanto más rica y próspera sea China, más cerca estará de la democracia. Ahora la prosperidad está en buena sintonía con el orgullo patriótico, lo que explica que los turistas chinos estén perdiendo su capacidad de asombro en sus viajes al extranjero. Lo que ven no suele parecerles mejor que lo que hay en su país. De ahí la tendencia china a absorber lo útil de las filosofías y religiones occidentales, tal y como hizo con el marxismo y el capitalismo. Las creencias no cambiarán por sí mismas a una China que rinde culto a la religión del nacionalismo.