El gobierno chino ha decidido abolir la política del hijo único tras más de 35 años de vigencia y múltiples modificaciones para suavizar sus efectos. Pocas políticas demográficas han tenido un impacto tan desigual y han contado con defensores y detractores tan acérrimos.
Desde una perspectiva macroeconómica, no cabe ninguna duda de que esta política antinatalista ha jugado un papel tremendamente positivo en el desarrollo de China. A finales de los años 70 del siglo pasado, las autoridades chinas decidieron reformar en profundidad su economía, liberalizándola e internacionalizándola, lo que debía redundar en una sustancial mejora de las condiciones de vida de la población. Estos dirigentes chinos, encabezados por Deng Xiaoping, eran conscientes de que esta tarea sería mucho más difícil para un país que contaba con un alto porcentaje de población dependiente y una alta tasa de fertilidad que si eran capaces de reducir su ritmo de crecimiento demográfico. ¿Qué sentido tenía mantener una alta tasa de natalidad cuando China carecía de los recursos financieros y de la tecnología necesaria para conseguir que esa creciente población desarrollase actividades que les asegurasen un nivel de vida digno?
Este es el contexto en el que se impuso la política del hijo único, que ha evitado el nacimiento de unos 400 millones de personas en China, permitiendo concentrar más recursos en la población y aumentar sustancialmente el porcentaje de población activa. Esta optimización de la pirámide demográfica de China para impulsar su desarrollo económico ha sido uno de los factores que ha permitido que, según el Banco Mundial, unos 500 millones de chinos hayan superado el umbral de la pobreza en estos años. Nunca en la historia de la humanidad un país elevó el nivel de vida de tanta gente en tan poco tiempo.
Lamentablemente, estos innegables logros vienen acompañados de un coste también innegable. La propaganda no fue suficiente para conseguir que las familias chinas acatasen unas medidas de control de la natalidad enormemente restrictivas, que chocaban frontalmente con sus costumbres. Las autoridades han realizado millones de esterilizaciones y abortos forzosos para controlar el crecimiento demográfico de China. Además del trauma causado a las personas que han sufrido estas prácticas, la política del hijo único también ha tenido otras derivadas negativas: como la agudización del desequilibrio entre hombres y mujeres, y que el nacimiento de millones de niños chinos no sea registrado. Muchas familias, especialmente en el mundo rural, prefieren tener hijos varones por motivos culturales y económicos, de ahí que la política del hijo único favoreciese los abortos selectivos y el infanticidio femenino, toda vez que limitaba notablemente las posibilidades de estas familias para tener un hijo varón. Asimismo, muchas familias no registraban a sus segundos hijos para evitar ser penalizados por ello, lo que sumía a estos niños en un limbo legal.
Sin embargo, esta no ha sido la principal razón que ha acabado con la política del hijo único. Lo que intenta evitar el gobierno chino es que su país sea viejo antes que rico, ya que otro efecto negativo de la política del hijo único ha sido el rápido envejecimiento de la población china. En otras palabras, China afronta un problema de sostenibilidad. El año pasado la población activa de China se redujo en más de 3,5 millones de personas, y Naciones Unidas prevé que en torno al año 2030 el 25% de la población china será mayor de 60 años. ¿Quién va a mantener a esta población envejecida? En China, como en el resto de países que no han desarrollado un sistema de bienestar, esta tarea recae fundamentalmente en las familias. Es decir, los hijos únicos serán los principales responsables de asegurar el bienestar material de sus dos progenitores a la espera de que los poderes públicos tengan la suficiente capacidad financiera y voluntad política de afrontar este reto. La abolición de la política del hijo único evidencia que las autoridades chinas consideran que ese momento no va a llegar a corto plazo.