Apenas presente de momento en los titulares de las principales cabeceras mediáticas, China e India vienen protagonizando desde hace ya dos meses un duelo fronterizo que, a diferencia de los registrados en los pasados 45 años, parece mucho más que una simple fricción entre vecinos que no han logrado fijar definitivamente sus fronteras. Dado que se trata de dos gigantes, podría parecer que, al hablar de tan solo decenas de muertos en los choques militares registrados hasta ahora y de apenas centenares de soldados desplegados por ambos bandos, estaríamos ante un asunto menor, sin trascendencia alguna en el delicado equilibrio que ambas capitales procuran mantener desde su breve enfrentamiento bélico en 1962.
Los puntos de fricción a lo largo de la llamada Línea de Control Real (LCR) –acordada, pero no fijada de común acuerdo desde dicho año– se ubican principalmente en la fragmentada Cachemira, en la región de Aksai Chin, administrada por Pekín pero reclamada por Nueva Delhi; y la región noreste de Arunachal Pradesh, controlada por India pero que China reclama como parte integrante de la región autónoma del Tíbet. Tras tantos roces bilaterales, ambos pueden aducir siempre que cualquiera de sus acciones es tan solo una respuesta defensiva a una acción previa del vecino. Pero el punto de arranque en esta ocasión cabe fijarlo en octubre del pasado año, cuando el primer ministro indio, Narendra Modi, decidió dar un nuevo paso en su planteamiento netamente nacionalista en clave hindú, revocando el estatuto especial del que gozaba hasta entonces el disputado Estado de Jammu y Cachemira (el único de India con mayoría musulmana). Al dividir en dos dicho Estado (Jammu y Cachemira y Ladakh) y anular su autonomía, además de soliviantar a su población, Modi activó las alarmas tanto de Pakistán como de China, al volcar su presión sobre Gilgit-Baltistan, una región bajo control paquistaní y pretendida por India, que resulta clave para el desarrollo del macroproyecto chino de la Franja y la Ruta, más concretamente del Corredor Económico China-Pakistán.
A eso se une el hecho de que India ha logrado completar, tras 19 años de obras frecuentemente interrumpidas, la carretera DSDBO (Darbuk-Shayok-Daulat Beg Oldie), una sección de la que une Leh (la capital de Ladakh) y el paso del Karakórum, así como otras iniciativas que han permitido a Nueva Delhi mejorar sus posiciones militares para poder moverse en mejores condiciones a ambos lados de la LCR, y responder con mayores posibilidades de éxito al creciente empuje chino en las zonas disputadas. Aunque hay una gran incertidumbre sobre lo que realmente ha ocurrido sobre el terreno, todo parece indicar que el pasado 5 de mayo se produjo el primer choque, cuando efectivos del Ejército Popular de Liberación (EPL) entraron en una zona cercana al lago Pangong, en la región de Ladakh. A esto siguieron otros movimientos más o menos intimidatorios, acompañados de la acumulación de medios por parte del EPL, que llevaron a las tropas chinas hasta el valle del río Galwan, más allá de las localizaciones en las que anteriormente se habían producido enfrentamientos (como Doklam, en 2017). La tensión desembocó, finalmente, en el enfrentamiento directo del 15 de junio, con un saldo de una veintena de bajas indias y un número desconocido de pérdidas por parte china.
Llegados a este punto ninguno de los tres actores en liza tiene fácil salvar la cara sin un coste tal vez insoportable. Entre Islamabad y Nueva Delhi la tensión está en un nivel aún más alto que el acostumbrado, tras la decisión de Modi de atacar territorio de su vecino con aviones de combate, en febrero de 2019, como respuesta a un atentado suicida de un grupo terrorista con presencia en suelo paquistaní que mató a más de cuarenta miembros de una fuerza militar india, respondido de inmediato por Islamabad con el derribo de un avión indio. Conviene recordar que se trata de dos países que ya han chocado en guerra abierta por el disputado territorio de Cachemira, y que ambos poseen armas nucleares.
Por su parte, queda por ver cómo va a responder Modi al avance chino en la zona donde se han producido los últimos choques violentos, sabiendo que no cuenta con el apoyo de una población que se siente cada más abandonada por Nueva Delhi. Si responde, acumulando medios para expulsar al EPL de la zona y destruir las instalaciones que ya ha construido, se arriesga a una escalada en la que no cabe suponer que logre imponerse a la maquinaria militar china. Pero si opta por aceptar la nueva situación, estaría dando por hecho que Pekín es el actor dominante no solo en la región sino en el continente, lo que podría depararle sorpresas muy desagradables en el resto de los puntos calientes a lo largo no solo de la LCR sino también del Índico, donde el llamado “collar de perlas” chino (no solo infraestructuras viarias y portuarias, sino también puntos de apoyo para su flota de guerra) es visto con clara aprehensión por Nueva Delhi.
Una situación como esta da a entender, por un lado, que la vía diplomática practicada por Modi desde 2017, con encuentros personales con Xi Jinping para enfriar los ánimos, no ha dado los resultados apetecidos. Por otro, indica que China no teme el potencial militar de su rival continental, ni a escala global ni tampoco en las regiones en disputa. Interesa en ese punto recordar que Washington, mientras tanto, sigue adelante con su cortejo a Nueva Delhi, calculando las ventajas que le daría contar con un aliado tan relevante en su intento por contener a un rival cada vez más visible.