Tras el triunfo electoral de Michelle Bachelet y antes de su toma de posesión se comenzó a especular con el futuro de Chile dentro de la Alianza del Pacífico. La idea de su posible salida se vinculaba a la crítica de la nueva presidente a la ideologización de la política exterior de su predecesor Sebastián Piñera y al abandono de América Latina. A fin de equilibrar las acciones del gobierno anterior, entre sus primeras visitas estuvieron Cristina Fernández y Dilma Rousseff.
Prácticamente desde su nacimiento la Alianza del Pacífico fue identificada como un proyecto “neoliberal” enemigo de la integración política y sus logros, como Unasur o la CELAC. Las mayores críticas provenían del ALBA (Venezuela, Ecuador y Bolivia), que la veía como una punta de lanza de EEUU en la región, mientras los países mayores de Mercosur, Argentina y Brasil, manifestaban grandes recelos, especialmente por su prédica favorable a los Tratados de Libre Comercio (TLC). Paradójicamente, Paraguay y Uruguay son observadores en la Alianza.
Para equilibrar la posición de Chile frente a los grandes países del vecindario, con los que mantiene ciertas coincidencias políticas el nuevo gobierno, Bachelet y su ministro de Exteriores Heraldo Muñoz elaboraron un discurso contrario a la postura que enfrenta a la Alianza del Pacífico con Mercosur, en tanto instancias antagónicas de integración. En su lugar pasaron a defender la convergencia de ambas instancias.
Tras asumir su cargo, Muñoz apuntó que para fortalecer América del Sur se potenciará la presencia chilena “en los distintos mecanismos de integración existentes”, priorizando los acuerdos frente a las diferencias ideológicas o subregionales. Por eso, su política exterior carecerá de sesgos ideológicos y avanzará pragmáticamente hacia una región más integrada y con identidad propia.
A la Alianza la definió como un “esquema de integración económica y plataforma comercial de proyección colectiva a la región de Asia Pacífico”, un matiz importante que le permite abrazar sus contenidos pero sin apostar claramente por su filosofía. En realidad, asumir la salida de la Alianza, objetivo de algunos sectores de la Nueva Mayoría afines al bolivarianismo, le hubiera supuesto un elevado costo político a Bachelet. Por eso, según Muñoz, no se concebirá a la “Alianza como un bloque ideológico excluyente o antagónico con otros proyectos de integración”. De este modo, su principal objetivo es “materializar una convergencia” entre la Alianza del Pacífico y Mercosur.
La misma idea de convergencia fue reiterada por Bachelet en la IX Cumbre de la Alianza, en México. La presidente planteó que «Más allá de las legítimas diferencias, es perfectamente posible alcanzar niveles de convergencia entre los países de la Alianza y del Mercosur, entre el Atlántico y el Pacífico. No sólo es posible: es también necesario».
La propuesta fue aceptada, aunque sin demasiado entusiasmo, por Enrique Peña Nieto, Juan Manuel Santos y Ollanta Humala, que no quieren aparecer contrarios a un mayor entendimiento con el resto de los países latinoamericanos. Si Peña Nieto dijo que: «Estamos abiertos. Hay propuestas para que otros países, eventualmente en un futuro cercano, puedan ser miembros de la Alianza del Pacífico», para Humala, la Alianza es un «espacio abierto, en el cual buscamos la integración pero también no es un espacio ideológico y tal vez por eso hayamos avanzado, somos pragmáticos, resolvemos problemas».
Pensando en una posible convergencia se acordó convocar una reunión en la segunda quincena de julio con los ministros de Exteriores y Comercio de la Alianza y Mercosur para discutir cuestiones comerciales y de integración. Los chilenos también propusieron para septiembre un seminario de académicos, empresarios, emprendedores y altos funcionarios.
Lo primero que llama la atención son las prisas con las que se quiere avanzar en la materia. ¿Por qué tanta urgencia? Se convoca una cumbre ministerial en menos de un mes sin tiempo para elaborar documentos ni discutir sobre las cuestiones esenciales de ambos bloques. Y más teniendo en cuenta las negociaciones en marcha del TTIP y del TPP, un tema tratado por Michelle Bachelet en su visita a Barack Obama.
Con todo esto en mente, Heraldo Muñoz debió clarificar sus objetivos: «Nuestro propósito no es una fusión de ambos grupos. Eso no sería realista, pues entre ambos esquemas hay diferencias marcadas en aranceles y regulación. Pero sí podemos explorar áreas de acuerdo en temas de interés común. Podemos discutir asuntos de natural convergencia en el corto, mediano y largo plazo».
Esta es una iniciativa que surge del gobierno chileno y de nadie más. Hasta ahora no ha habido grandes muestras de apoyo en ningún lado. Nadie en Mercosur ni en el ALBA está apostando por una salida semejante. El artículo de los ex presidentes Luiz Inácio Lula da Silva y Ricardo Lagos (“Dos océanos, una voz”) está plagado de buenas intenciones pero no aporta soluciones concretas para reencauzar un proceso de integración regional que atraviesa una de sus crisis más profundas.
¿Qué busca o qué quiere ganar el gobierno Bachelet con esta iniciativa, salvo mejorar sus relaciones bilaterales con Argentina y Brasil? La gran duda es si más allá de la retórica será factible avanzar en una convergencia deseable entre ambos bloques, aunque difícilmente realizable, de momento, dadas sus grandes diferencias actuales. La integración latinoamericana es posible, y sería un gran activo para toda la región, pero para que ésta avance seriamente no se la puede dejar exclusivamente en manos de la “diplomacia presidencial”, que tan magros logros ha producido recientemente.
Para avanzar en la convergencia no se debe olvidar que, por un lado, están en juego grandes intereses. Por el otro, concepciones filosóficas contradictorias sobre la forma de vincularse al mundo globalizado. Por eso, como dice Muñoz, la fusión de ambos grupos no es algo realista ni en el corto ni en el medio plazo. Pero no sólo eso, la fusión supondría la parálisis de la Alianza y la esterilización de la mayor parte de los logros alcanzados hasta la fecha. Una cosa sería incorporar países pequeños del Mercosur y otro a Brasil y Argentina, que provocarían inmediatamente situaciones inmanejables.
¿Sería compatible un esquema apoyado en múltiples TLC con países muy diversos, comenzando con EEUU y la UE, con otro fuertemente proteccionista y centrado en el desarrollo prioritario del mercado interior? ¿Qué papel se asignará a la iniciativa privada en la integración regional? ¿Qué pasaría con el MILA (Mercado Integrado Latinoamericano), que vincula a las bolsas de Bogotá, Lima y Santiago, a las cuales se unirá la de México en breve, si se avanza en la convergencia?
Es indudable que hay terrenos para avanzar en la integración, como en todo lo vinculado al desarrollo tecnológico, pero esto lo deberían hacer Unasur o la CELAC, teóricamente los marcos más adecuados. No parece buena idea dejar la iniciativa en manos de la Alianza y Mercosur, ya que esto podría conducir a profundas frustraciones y ácidas recriminaciones.
Cuando se creó Unasur, nadie discutió seriamente qué hacer con Mercosur y la Comunidad Andina (CAN). Si bien la CAN languidece y la Alianza pasa por un momento expansivo, no debe olvidarse que el acento puesto en la política como motor de la integración no facilitará, sino todo lo contrario, la convergencia entre Mercosur y la Alianza del Pacífico, que con tanto empeño impulsa el gobierno chileno.