El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU aprobaba en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en un momento en que seguían en el recuerdo las atrocidades ligadas a la terrible mezcla de guerra total e ideologías letales que conllevaron el sacrificio de millones de vidas. Algunos de sus redactores son bien conocidos como Eleanor Roosevelt y René Bassin, pero otros han quedado en segundo plano como el filósofo y diplomático libanés Charles Malik (1906-1987), que fue el relator del proyecto de declaración. Acaso no sea casual que Malik procediera del Líbano, que durante muchos años fue un ejemplo de garantía de pluralismo y democracia en Oriente Medio y el mundo árabe. Pese a una prolongada guerra civil y las tensiones político-sociales, ese país ha intentado ser un modelo de convivencia en una región atormentada. Malik, uno de sus hijos más ilustres, contribuyó a hacer una reflexión sobre los derechos humanos que sigue siendo muy actual. La influencia del relator está presente, entre otros pasajes, en el preámbulo de la Declaración, cuando se refiere
“al reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Con todo, algo le preocupó siempre: la falta de interés por fundamentar los derechos, pues para él, como filósofo, era una negativa a reflexionar sobre la naturaleza humana.
Charles Malik propuso a la comisión redactora del proyecto de Declaración la valoración de cuatro principios básicos:
- la dignidad inherente del ser humano por encima de la pertenencia a cualquier grupo nacional o cultura;
- la libertad de pensamiento y de conciencia como una de las más sagradas e inviolables posesiones del individuo;
- el rechazo de cualquier presión procedente del Estado, de la religión o de otros entes para coaccionar la libertad individual;
- y la afirmación de que la conciencia de la persona, tanto en los grupos como en los individuos, es el juez competente.
De ahí que el resultado final de la libertad, según Malik, vaya más allá del derecho a existir. Es, ante todo, el derecho a ser alguien. Los ejemplos de resistencia heroica a los regímenes totalitarios son una muestra del poder de la conciencia, pero los dilemas capaces de poner en juego la libertad y la dignidad de la persona, se plantean bajo cualquier régimen. El problema surge cuando hay gobernantes, por bienintencionados que sean, que creen que el hombre está para servir al Estado, como si se tratara de un precio a pagar por ser miembro de la sociedad, y no es el Estado quien debe de servir al hombre. Por el contrario, la existencia del Estado depende del hombre que, según Malik, es el fundamento de todas las cosas, incluido el Estado, y añadía que el ser humano no puede ser absorbido por la sociedad, el Estado, o sus meras necesidades materiales.
Quienes confían ciegamente en la supremacía del Estado, alimentan la ilusión de que todo está bien atado con las leyes y parecen compartir el principio rousseauniano de que obedecer a la ley es obedecerse a sí mismo, no simpatizan con ese icono de la cultura occidental que es Antígona, defensora de la existencia de unas leyes inmutables de los dioses. Para valorar obras clásicas como Antígona, y no relativizar su mensaje en clave posmoderna y de deconstrucción del mito, hay que creer en la libertad de conciencia. Lo malo es que hay quienes no están convencidos de que en nuestras sociedades avanzadas exista ningún Creonte al que desobedecer sus mandatos injustos. Se diría, si conocieran en profundidad la obra de Sófocles, que su modelo no es Antígona sino su hermana Ismene, siempre dispuesta a prestar obediencia a los que están en el poder y a justificar su postura con un “soy incapaz de obrar en contra de los ciudadanos”. Desde esta perspectiva, los Creontes de hoy pretenden mostrarse inofensivos. Antes bien, se presentan como defensores de las leyes de la polis. Ellos mismos ejercen la dictadura de la ley y asumen el papel de guardianes de las esencias patrias. Llegan a ser la perfecta síntesis del rey, la ley y la patria. Pero no son muy distintos, aunque afirmaran lo contrario, al modelo de El Príncipe de Maquiavelo, que antepone la seguridad del Estado a todo lo demás. Los dilemas de conciencia importan poco, y Antígona resulta culpable porque ha ido demasiado lejos al dejarse llevar por sus pasiones. ¿Merecía la pena desafiar el decreto de Creonte? Ha sido un inútil desafío a la comunidad, al Estado, porque, en la percepción de ciertos gobernantes, el individuo no tiene significado sino como miembro de la comunidad. Por tanto, los derechos colectivos se alzan sobre los derechos individuales. Si esto es así, no solo Antígona está condenada sino también Charles Malik y todos aquellos que piensan que la conciencia y la libertad fundan un todo indisociable.