El movimiento de “chalecos amarillos” (gilets jaunes), relativamente modesto pero paralizador, ha cogido a Francia, a la política francesa, por sorpresa. Se puede considerar que es la primera revuelta en Europa contra la transición ecológica, hacia una economía sin combustibles fósiles, cuyo primer final la UE apunta para 2050. Los chalecos amarillos son un movimiento de un tipo al que la política no sabe, una vez más, cómo responder: espontáneo, impulsado desde las redes sociales —pero con apoyo en los medios tradicionales y en change.org—, sin líderes, sin intermediarios, apartidista (rechaza a los partidos políticos), que ha orillado a los sindicatos desprevenidos y a organizaciones sociales, como las de automovilistas, con fines claros, y una base social amplia, que está a la vez en Internet y en la calle (elementos, muchos, presentes en el 15M español). Es disruptivo e incluso violento, aunque la mayor violencia parezca obra de extremistas y de casseurs (reventadores), más que de los manifestantes en sí. ¿Cuánto durará? Seguramente poco. Pero es un aviso. Hace tiempo hablamos de movimientos de masas no identificados. Hoy, lo están más, aunque han mutado.
El origen de la protesta está en la subida de los impuestos a los carburantes para 2019, anunciada por el gobierno de Emmanuel Macron como parte de lo que en Francia se llama “transición energética” y “conversión ecológica”, o transición ecológica. En este sentido, se puede calificar a este movimiento de “ludismo ecológico”. Un contrapunto sería, por ejemplo, el crecimiento electoral de Los Verdes en Alemania, tras un verano sumamente caluroso que muchos votantes alemanes han vinculado al cambio climático.
Unos céntimos en los impuestos al litro de carburante no pueden por sí solos explicar la ira desatada entre estas decenas de miles de manifestantes. Esta cuestión de la transición ecológica, al menos en Francia, se produce cuando hay un amplio malestar en una parte de la sociedad francesa, derivado de la crisis, cuando no ha habido ningún aumento de la capacidad adquisitiva ni se ha reducido la tasa de desempleo (pese a aumentar el empleo) incluso en la recuperación. Muy especialmente pesa lo que se califica como “la Francia olvidada”, es decir, alejada de París, la “Francia periférica”, la provinciana, muy heterogénea, la de las ciudades medias y pequeñas, en zonas geográficas en las que el automóvil es esencial para los desplazamientos. El enfado y la incertidumbre aumentan ante la perspectiva de tener que cambiar de vehículos porque el suyo ya no va a cumplir las normas, no sabiendo, como han indicado algunos de los gilets jaunes, si se han de comprar ahora uno de gasolina, diésel, híbrido o eléctrico.
La atención mediática sobre las manifestaciones se ha centrado en París, pero se ha ido celebrando a lo largo de varias semanas en más de 2.000 localidades, coordinadas a través de las redes, también instrumento para discutirle a Macron sus planteamientos en la materia. Casi un 74% de los franceses, según algunas encuestas, apoyan a los gilets jaunes. A Macron, en su momento más bajo de popularidad, no le ayudó su crítica a los “galos refractarios al cambio” (Gaulois réfractaires au changement), aunque a posteriori considerara un error la expresión. El presidente ha reconocido, con poco tacto, la tensión existente entre “el fin del mundo” y el “fin de mes”. No parece haber mejorado su situación su propósito de “escuchar”, de poner en marcha un proceso de concertación en todo el país, y de modular la subida de impuestos sobre los carburantes a la evolución de los precios de éstos, es decir, una ecotasa variable.
Esta revuelta tiene raíces muy francesas, pero lecturas europeas. Inevitablemente, han vuelto las comparaciones con los disturbios espontáneos de 1358, la jacquerie, encabezada por Jacques Bonhomme, nombre que se le dio al cabecilla al desconocer el real. Una jacquerie digital, la ha llamado el analista Francis Brochet a este movimiento de los chalecos amarillos (por las prendas obligatorias para los automovilistas en caso de avería en carretera). Como entonces, es fruto de un ras-le-bol, un hartazgo, en algunas capas de población. Naturalmente, estos tiempos son muy diferentes de los de Jacques Bonhomme. En la actual situación mediática, es fácil aunar resentimientos de forma masiva. Y esta situación dificulta el debate, que en democracia es esencial. Macron ha explicado poco su política. O sus explicaciones no han calado. Tampoco desde Bruselas ni desde otras capitales.
Francia a menudo es precursora de movimientos sociales en Europa e incluso más allá. Puede apuntar a proto-fenómenos. Las anteriores fueron revueltas contra la dureza de los mercados y de la globalización. Esta, aunque sobre un sustrato general de ira de algunos sectores sociales, contra una transición ecológica necesaria, perentoria, pero que hay que explicar, y programar, más y mejor ante lo que va ser no ya un cambio en el tipo de energía utilizado, sino en el tipo de vida.