Un gran especialista en el Quijote, Francisco Rico, escribió que la variedad en la obra cervantina es fuente a la vez de verdad y de belleza. No lo entenderán así quienes pretenden deconstruir a los clásicos reduciéndolos a textos y contextos, ni tampoco quienes parecen estar solo atentos a los impulsos de su corazón para afrontar la vida. Pero a todos ellos, habrá recordarles que al corazón hay que darle de comer, alimentarlo con lecturas sólidas. Es quizás el único modo de superar la brecha abierta entre la enseñanza y la educación en el mundo actual. Toda erudición será siempre incompleta si no se refleja en una educación para la vida, lo que supone que el profesor sea al mismo tiempo testigo y maestro.
Testigo y maestro sigue siendo Miguel de Cervantes cuatrocientos años después con su Quijote, y seguirá teniendo mucho que decir a los protagonistas o a los analistas de la política, nacional o internacional. Un ejemplo del pasado: en la Rusia del siglo XVIII, Catalina la Grande hizo traducir los consejos de Don Quijote a Sancho sobre el arte de gobernar, contenidos en el capítulo XLII de la segunda parte. Estaban destinados a su hijo Pablo, futuro zar, y esta decisión de la zarina debió de tener bastante difusión porque muy pronto Pablo sería conocido como el “Don Quijote ruso”. Nada que ver con los ideales y virtudes caballerescas del Don Quijote cervantino, pues Pablo más bien era un excéntrico, un hombre caprichoso, impulsivo e irascible, que se ganó el odio de la nobleza, que conspiró hasta quitarle la vida. Si hubiera asimilado los consejos de Don Quijote, quizás su suerte habría sido distinta, pero como en tantos otros casos de gobernantes, el zar Pablo fue una víctima de su hibris, tal y como la entendían los antiguos griegos, como un desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno unido a una falta de control sobre los propios impulsos.
En el referido capítulo de los consejos asistimos a la alegría de Sancho ante la noticia de que el duque le otorga el gobierno de la ínsula Barataria, algo que desea no por codicia “sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador”. Su convicción es muy simple: “Yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado”. Sancho y el propio duque, que asegura que es “dulcísima cosa el mandar y el ser obedecido”, no entienden de sutilezas. Tener capacidad de mando no equivale a poseer capacidad de liderazgo. El mando puede haber sido ganado legítimamente, pero el liderazgo se conquista día a día en el ejercicio del gobierno y de las relaciones internacionales. Una desmesurada hibris ha llevado al desastre a muchos líderes políticos, que en el fondo concebían el poder del mismo modo que Sancho y el duque, aunque no fueran tan crudos en el discurso. Y otra manifestación de la hibris en los políticos de nuestro tiempo podría ser la búsqueda compulsiva de la eficacia, atenta, sobre todo, a los resultados externos. Esto puede dar lugar a decisiones erráticas, de esas que se espera que un día sean avaladas por la posteridad. Se dice que George W. Bush aspiraba a que, con el paso del tiempo, muchos le recordaran como otro Harry Truman, y que Barack Obama, sobre todo por su segundo mandato, fuera identificado como un nuevo Eisenhower, pero resulta evidente que no son ni uno ni otro. Por lo demás, ¿por qué el famoso “leading from behind” de Obama no acaba de cuajar como modelo? Porque en el fondo casi nadie cree que eso sea una forma de liderazgo. El problema de muchos líderes políticos democráticos es que son hábiles en la argumentación y la puesta en escena, pero terminan fracasando en la credibilidad.
Pese a todo, Sancho Panza contará con los consejos de Don Quijote, que se autocalifica de
“este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a puerto seguro deste mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones”.
Mar revuelto el de la política, y no basta esa actitud pasiva de esperar a la marea en los acontecimientos que puede conducir a la fortuna, tal y como nos asegura Bruto en el Julio César de Shakespeare. Aquí, la única opción es aprovechar la corriente favorable, o perder el cargamento. Pero el naufragio es seguro si el político se encierra en la hibris de su autosuficiencia, si da la espalda a ese consejo de los antiguos griegos, y que ahora repite Don Quijote:
“Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey”.
Esto requiere sentarse a reflexionar, sin tomar demasiado en serio ni a los aduladores ni a los asesores de imagen, porque el buen político no trata a sus oponentes, que tienen mucho de semejantes, como enemigos sino como adversarios. El buen político o diplomático, precisamente porque hace el sano ejercicio de intentar conocerse a sí mismo, está llamado a ser constructor de puentes. Basten estos dos ejemplos: el de monseñor Angelo Roncalli, el futuro Juan XXIII, que, en su primera noche de administrador apostólico en Turquía en 1935, fue a visitar, fuera del protocolo, al gobernador de Estambul; o del presidente argentino Arturo Frondizi, que en 1961 buscó discretas vías de entendimiento entre Kennedy y la Cuba castrista. ¿Por qué no aplicar a los hombres aquel consejo que el bachiller Sansón Carrasco refería a los libros, en el capítulo VI de la segunda parte, lo de “no hay libro tan malo que no tenga algo bueno”?
Tras invitar al lector a profundizar a en los consejos de Don Quijote, finalizaremos con uno de ellos, bastante incisivo:
“Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos”.
La advertencia está dirigida al juez, aunque bien podría aplicarse al gobernante. En ella, el juez aplica lo que le viene a la cabeza, sin tener en cuenta lo establecido por las leyes. Numerosos son los ejemplos de políticos populistas que llevados de un sentido providencialista de la política, se resisten a limitar sus mandatos presidenciales y promueven reformas legales para perpetuarse en el poder, con el pretexto de culminar las tareas pendientes de su programa. Esto será muy propio de una política de pasiones, de alto componente dramático, pero no de una auténtica democracia liberal.