El intento de referéndum independentista en Cataluña ha ocupado buena parte de la política exterior española en estos meses. La dimensión exterior de este conflicto –y de lo que pudiera venir después– ha intentado ser cultivada, sin mucho éxito, por sus promotores. Y, desde luego, y de modo mucho más efectivo y con cierta discreción, por el propio Gobierno español. No se puede explicar la política exterior de estos tiempos sin tener en cuenta este factor.
El Gobierno español ha buscado, cultivado y obtenido un importante apoyo en el exterior en sus pasos para impedir este referéndum. Ningún Gobierno de importancia ha apoyado los intentos independentistas planteados en contra del ordenamiento constitucional español, y algunos, entre ellos el alemán, se han mostrado abiertamente contrarios, lo que no implica que no haya una honda preocupación al respecto. Todo lo contrario. La hay.
Los tradicionales interlocutores de España, desde EEUU (el próximo viaje de Mariano Rajoy a Washington hay que situarlo, en parte, también en este contexto), los Estados de América Latina –salvo excepciones, contrarios al principio de la autodeterminación– y los socios más estrechos de la UE y sus instituciones, han venido apoyando al Gobierno de Mariano Rajoy. Con el añadido de que las instituciones europeas y los Gobiernos han dejado claramente marcado que una secesión de Cataluña implicaría que ésta dejaría automáticamente de pertenecer a la UE con todo lo que ello comportaría, en algunos aspectos, más complicado que el Brexit. El independentismo también perdió la batalla de la Comisión de Venecia (Comisión Europea para la Democracia por el Derecho), vinculada al Consejo de Europa, que rechazó las pretensiones del presidente de la Generalitat catalana, Carles Puigdemont. Ya hace tiempo que éste había perdido la ofensiva en el tablero internacional por el principio del derecho a la autodeterminación.
La falta de apoyo internacional y los fallidos intentos para abrir brechas en este terreno reflejan no ya un grave error de cálculo en un mundo global, sino también un grado de improvisación de los promotores del referéndum y de la independencia de Cataluña. Los independentistas no se percataron de que, aunque la UE pasó por el referéndum de independencia de Escocia, el del Brexit ya vació todo apoyo a la idea de refrendos entre los 28 y sus instituciones, sobre todo si atañen a cuestiones de soberanía (aunque en Europa se recuerdan las promesas de David Cameron sobre los refrendos de Escocia, que estuvo a punto de perder, y del Brexit, que perdió). El respeto al Estado de Derecho y la Constitución es esencial, como ha señalado el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, si bien, como es natural (como frente a Escocia) respetaría el “sí” en un referéndum legal. Ahora bien, el autoritarismo que rezuma la Ley de Transitoriedad, especialmente en cuanto a la división de poderes y el control del Judicial, no han pasado desapercibidos en una Unión que está tomando medidas contra Polonia y Hungría por su deriva iliberal.
Los sectores económicos internacionales tampoco apoyan al independentismo catalán. Pese a que las ventajas que comporta ser un Estado pequeño vuelven al candelero del debate académico, no ha habido informes internacionales positivos sobre los efectos de tal independencia para los propios catalanes, ni, desde luego, para el conjunto de España. Uno de los últimos sobre “el coste de ser soltero”, lo publicó el banco ING, según el cual la independencia que, señala, se podría decidir unilateralmente en 48 horas tras el 1 de octubre, sumergiría a la región en un largo período de incertidumbre y podría terminar teniendo efectos negativos que “proporcionalmente excederían” a los del Brexit. Aunque, recuerda el informe, en el proceso poco se ha debatido de los efectos económicos de lo que llama “Catalexit”. Entre ellos, además de la incertidumbre que se generaría, se cita el empobrecimiento de los hogares y la caída en exportaciones –de una región puntera de España a este respecto y otros– e inversiones extranjeras. También sería dañino para el conjunto de España, según ha apuntado Moody’s. Tampoco todo esto ha sido ni será directamente positivo para la imagen de una España que había vendido como un éxito su modelo de Estado de las Autonomías, ahora cuestionado. Aunque la percepción exterior era la de un alto grado de autonomía de Cataluña, a pesar de algunos problemas y demandas.
En cuanto a la prensa internacional de calidad, no apoya la idea de independencia de Cataluña. Pero, en general, tampoco rechaza de plano la idea de un referéndum (no éste), y, sobre todo, pide política y diálogo a las partes y que se atiendan a algunas de las demandas catalanas, como la cuestión de la financiación, la diferencia entre lo que Cataluña aporta y lo que recibe en términos presupuestarios. Esta cuestión de la falta de diálogo y de medidas políticas, y no sólo judiciales, está también haciendo mella en la imagen de España.
Desde fuera se mira no sólo al 1 de octubre, sino a lo que puede ocurrir después. Si al cabo se llegara a una declaración de independencia unilateral por parte del Govern y de una mayoría exigua en el Parlament catalanes, nadie de peso la reconocería fuera. ¿Qué pasaría? Pues eso, quedaría en nada. Pero no sin problemas mayúsculos internos, cuando a España se la espera en Europa para una nueva fase de la construcción comunitaria.