Señor presidente:
Los españoles hemos limitado tanto la valoración de nuestro pasado, al que además solemos contemplar desde la reducida perspectiva del tiempo presente, que nos resulta extraño que los políticos busquen referencias en la historia, la literatura o la filosofía. De hecho, no es fácil escribir sobre la política francesa obviando las referencias culturales, entre las que destacan los paralelismos con gobernantes del ayer o con personajes de la ficción literaria. A ciencia cierta, no sé bien si esto es un intento de escudriñar unas supuestas leyes de la Historia, escrita con mayúsculas a la manera hegeliana, o simplemente un dudoso método para encontrar claves acerca del comportamiento de las personalidades públicas. Muchos articulistas franceses han ofrecido interpretaciones de este tipo aptas para “corazones inteligentes”, en expresión de Alain Finkielkraut, un escritor que votó por usted en la segunda vuelta. Otra cosa es si son realmente útiles para hacer un análisis político.
Los medios de Francia se han prodigado en subrayar sus afinidades con el filósofo cristiano Paul Ricoeur, con quien hace años tuvo una colaboración editorial, aunque no parecen ser capaces de explicarnos la influencia exacta de este autor en la formación de su pensamiento político. Lo que sí hacen muy bien es reelaborar los textos que caen en sus manos. Se diría que los lectores, en concreto ellos mismos, son soberanos y aplican el significado que les place, aunque no coincida con lo pensado por el autor. En cambio, Ricoeur, luchó toda su vida por restaurar y recuperar el significado de los textos.
En este sentido, yo también me siento tributario de Ricoeur y no comparto las simplificaciones en que algunos han encasillado al presidente de la República. Algunos le convierten en un Eugène de Rastignac, el personaje de Balzac, símbolo de la ambición y del arribismo político. Un joven de provincias, procedente de Angulema, que ha llegado a París para hacer una meteórica carrera social y política, y que estaría inspirado en Adolphe Thiers, tan presente en el reinado de Luis Felipe de Orleáns como en los inicios de la Tercera República. A mi juicio, es una grosera simplificación. No me imagino a Rastignac como un hombre de letras y de cultura, aunque, sin duda, tendría su lugar en la política francesa. No lo comparo con Emmanuel Macron, que también llegó a París desde Amiens, otra ciudad de provincias. Tampoco me imagino a Rastignac en el comité de redacción de la revista Esprit. No le veo en el espíritu serio y metódico de un auténtico intelectual que le hubiera pillado el gusto a la política. Otros articulistas recurren a comparaciones más sofisticadas, como la de Frédéric Moreau, el protagonista de La educación sentimental de Flaubert. Desde luego, Moreau no pretende hacer política porque el novelista no creía en ella, como tampoco en la historia ni en la religión. En mi opinión, Moreau es una víctima del desencanto, de las desilusiones ante las expectativas frustradas de la propia vida. Es un reflejo del escepticismo de Flaubert, aunque no un modelo para un político que llegue al poder cargado de ilusiones y expectativas.
Lo expuesto anteriormente refleja que los paralelismos literarios suelen ser incoherentes. De ahí que otros prefieran los paralelismos políticos, empezando por algunos gobernantes. En su caso, señor presidente, se ha hablado de Charles De Gaulle y de Valéry Giscard d’ Estaing. Una referencia indiscutible es la del fundador de la Quinta República, un jefe sin partido, capaz de aglutinar a los franceses en un modelo político y social estable tras un período de convulsiones internas y externas, que ponían en peligro el papel de Francia en Europa y en el mundo. Con independencia de sus percepciones personales sobre la integración europea, De Gaulle era consciente que Francia necesitaba a Europa y Europa necesitaba a Francia. Sin embargo, su europeísmo del presidente Macron es mucho más ambicioso que el del general porque en estos tiempos, en los que la relación trasatlántica es también cuestionada, no caben demasiadas opciones. Avanzar en la construcción europea está en el interés de Francia y de muchos de sus socios. Pero las figuras históricas son irrepetibles. Quedémonos con muchos aspectos valiosos de su legado.
De Gaulle tenía una percepción histórica que sobrepasaba con creces su formación militar y además era un notable escritor. Muchas de sus reflexiones tienen su aplicación a la política. Personalmente me quedo con un pasaje de una de sus primeras obras, De la discorde chez l’ennemi, (1924), en el que hace el elogio de un jardín francés. Debe ser interpretado como un alegato contra la desmesura, contra los impulsos de quien pueda sentirse un vencedor a la manera nietzscheana, tal y como le sucedió al estado mayor alemán en la Gran Guerra. Es una reflexión sobre el peligro de dejarse llevar por los impulsos, una tentación muy frecuente en este tiempo del imperio de los emociones. La buena política debería ser como el arte clásico, reflejado en un jardín, en el que ningún árbol pretende privar a los demás de su sombra, los parterres aceptan su diseño geométrico y el estanque no aspira a reemplazar a la cascada. Contra los excesos, ya nos previno Blaise Pascal hace más de tres siglos, pues tan malo es excluir la razón como no admitir más Emmanque la razón.
Sin embargo, señor presidente, el paralelismo histórico más difundido es el que le compara con Giscard. Aquel candidato republicano tuvo la habilidad de desconcertar a François Mitterrand en el debate electoral con aquella frase lapidaria de que el aspirante socialista no tenía el monopolio del corazón. Es cierto, a los electores se llega con el corazón, con la capacidad de saber transmitir las propias ilusiones. Sin embargo, esto no es suficiente. Luego llega la hora de la responsabilidad. Raymond Aron decía de Giscard que su drama era desconocer que la Historia es trágica. La tragedia no debe entenderse en el sentido de un destino inexorable. La libertad humana, y la audacia que puede acompañarla, tienen un amplio espacio de actuación. Pero quizás lo que resulta trágico es que un político se considere muy seguro de sí mismo y tienda a actuar en solitario. Giscard pareció creer demasiado en su buena estrella, la que lo revistió de un estado de gracia al inicio de su presidencia. Lo malo es que siete años de mandato era un período demasiado largo para que ese estado pudiera durar.
Señor presidente, las elecciones legislativas constituyen una oportunidad con independencia del resultado. Su movimiento político ha conseguido una mayoría más que suficiente, y sería la hora de buscar la cooperación en los asuntos de interés prioritario para Francia con la mayoría de las fuerzas políticas. Un régimen presidencialista no debería minusvalorar el papel del poder legislativo. Además, el elevado índice de abstención, superior al 50% del electorado, es un serio toque de atención para introducir una alta dosis de proporcionalidad en los comicios legislativos. La democracia representativa es la esencia de la democracia liberal.
El reto que se le presenta a partir del 19 de junio es mucho más arriesgado que el de la segunda vuelta de las presidenciales. El 7 de mayo, tal y como le recordó en Le Figaro la lucidez y experiencia de Jean d’Ormesson, usted ganó una batalla, y muchos electores le votaron por la amenaza que suponía su adversaria. Por el bien de Francia y de Europa, ahora comenzará una tarea inmensa: la de ganar una guerra, que se verá obligado a librar, no tanto en la Asamblea Nacional, sino en el frágil y voluble escenario de la opinión pública..
[Actualizado: 22 de junio de 2017 tras los resultados de las elecciones legislativas]