Mientras en Europa se intensifica el debate sobre los refugiados, la inmigración, el peligro de que ésta haga perder la identidad a la sociedad, etc., al otro lado del Atlántico, en Canadá, se mantiene con buena salud un modelo multicultural que ofrece un razonable éxito en términos de cohesión de la sociedad e integración de ciudadanos con una gran diversidad cultural, un modelo del que se pueden extraer algunas lecciones de utilidad.
La posibilidad de que pudiera establecerse en Canadá una prohibición del burkini similar a la que establecieron algunas ciudades francesas fue descartada de forma tajante por el Primer Ministro, Justin Trudeau, que apeló al “respeto de los derechos y las elecciones individuales”.
Hace algunos días, el pasado mes de agosto, se anunciaba que la Policía Montada de Canadá había aprobado una reforma de sus normas sobre uniforme, de forma que aquellas policías que lo desearan podrían llevar un pañuelo en la cabeza o hijab.
Casi al mismo tiempo, el ministro de Inmigración, John McCallum, anunciaba que el gobierno quería aumentar la inmigración con el fin de satisfacer las necesidades de mano de obra de la economía canadiense. Canadá tiene el objetivo de admitir entre 280.000 y 305.000 nuevos inmigrantes este año. Las encuestas que se realizan entre los canadienses ofrecen habitualmente una valoración mayoritariamente positiva de los efectos de la inmigración.
Canadá ha acogido hasta ahora unos 30.000 refugiados sirios, con apoyo de la población –en los medios sociales se popularizó el hashtag #WelcomeRefugees–, un apoyo que estuvo simbolizado en la imagen del Primer Ministro Trudeau dando la bienvenida a un grupo de inmigrantes en el aeropuerto de Toronto.
En fin, estamos ante unas diferencias muy importantes en la actitud hacia la inmigración y los refugiados en relación con los países europeos, y que tienen su origen en última instancia en el multiculturalismo, un componente esencial de la sociedad canadiense desde hace varias décadas.
El multiculturalismo canadiense no busca la “asimilación”, que el inmigrante asuma la identidad de su país de acogida y se desprenda de su identidad de origen. Al revés: el multiculturalismo defiende que las personas conserven su identidad, su cultura.
Según este multiculturalismo, la armonía social no se conseguirá intentando unificar las costumbres de los habitantes. La armonía se fomentará, más bien, permitiendo que las personas conserven su identidad de origen, sus costumbres, sus tradiciones, de forma que se puedan conciliar las dos identidades: la “nueva” canadiense y la de origen. Un ciudadano es polaco-canadiense, chino-canadiense, etíope-canadiense, sin que ello plantee una contradicción. Los dos componentes, el de origen y el canadiense, son esenciales para el éxito de la fórmula. En absoluto se pretende que los inmigrantes se vuelvan exclusivamente canadienses y se olviden o releguen su anterior identidad. Canadá admite que un ciudadano tenga más de una nacionalidad. Es decir, los inmigrantes que obtienen la nacionalidad canadiense tienen derecho a conservar su nacionalidad anterior.
El multiculturalismo canadiense ha sido objeto de duras críticas. Probablemente la más importante es la que alega que el multiculturalismo implica un respeto sin límites a la diversidad, el relativismo cultural y social más absoluto. Muchos críticos se han referido al multiculturalismo en estos términos, como una filosofía que postula el reconocimiento de cualquier cosa que pertenezca a una determinada cultura o religión. En su versión más extrema, esta crítica alega que el multiculturalismo, por ejemplo, ampara la mutilación genital en las mujeres, la poligamia o los matrimonios arreglados.
La vinculación mecánica, que muchos hacen, entre multiculturalismo y relativismo cultural es errónea. El multiculturalismo tiene una doble vertiente: por un lado, la aceptación y el respeto de la diversidad; pero, por otro, y esta es también esencial, la aceptación de unos valores comunes, valores a los que está supeditada la diversidad. La igualdad de las personas (de los sexos, de las razas), la democracia, el imperio de la ley, los derechos humanos, son algunos de estos valores, con los que resultan incompatibles prácticas como la mutilación genital de las mujeres, la poligamia o la violencia doméstica.
Y en Canadá se actúa con firmeza en este campo. Precisamente por su gran diversidad, porque muchos inmigrantes vienen de sociedades en las que se aceptan prácticas que van en contra de los derechos humanos, el sistema canadiense (policial, judicial) es implacable al respecto. Los inmigrantes que llegan a Canadá son enseñados desde el primer momento esos dos principios básicos del multiculturalismo: diversidad pero sometida siempre al respeto de los valores democráticos de la sociedad.
Por poner un ejemplo. Cuando yo vivía en Canadá, se planteó en la provincia de Ontario, por ciertos medios islámicos en 2006, la posibilidad de que se aplicara la sharia para las cuestiones de familia de los musulmanes. Tras un breve debate, la idea fue rechazada por el gobierno de Ontario, y no hubo prácticamente oposición o crítica contra esta decisión, ni entre la población en general, ni entre los defensores del multiculturalismo, ni entre la propia población musulmana. La ley es “una”, y todo el mundo en Canadá tiene la obligación de respetarla. La diversidad no puede amparar legislaciones especiales para ciertos colectivos.
Otra crítica habitual contra el multiculturalismo canadiense es que favorece la fragmentación, la división de la sociedad en comunidades que viven aisladas una de otras.
El multiculturalismo no tiene sin embargo por qué suponer fragmentación o ghettoización sino que puede y deber ir acompañado por una creciente interacción entre las comunidades. Por ejemplo, en Canadá ha habido una tendencia en las últimas décadas hacia un aumento de los matrimonios interculturales, entre miembros de diferentes comunidades étnicas o religiosas. Algunos defensores del multiculturalismo señalan que éste llevará de manera natural hacia el “interculturalismo”; es decir, a intercambios entre las diferentes culturas, en la que cada una podrá aprender de las otras.
En resumen, el multiculturalismo tranquilo de Canadá, en unos momentos como los actuales, de debate –a veces crispado– sobre la inmigración y la diversidad cultural, es una referencia que vale la pena considerar y tener en cuenta.
(Nota: el autor vivió en Canadá entre 2003 y 2008; fue Consejero Comercial de la embajada española).