El gobierno británico publicó hace pocos días un documento, “el proceso de autonomía y las implicaciones de la independencia de Escocia”, que analiza las enormes dificultades que implicaría la secesión y posterior consolidación internacional de un hipotético nuevo Estado. Pese a pequeños repuntes recientes entre los partidarios de separarse, los sondeos publicados en los últimos meses vienen mostrando de forma sostenida que la mayoría de los escoceses se inclinan por mantener el vínculo con el Reino Unido y ahora, con el eficaz argumentario político que aporta este informe, parece que David Cameron encarrila definitivamente el triunfo del “No” en el referéndum convocado para 2014.
Es interesante la habilidad que ha desarrollado el primer ministro británico para gestionar con éxito el difícil juego político del referéndum y haberlo hecho, además, en un país donde la asentada tesis de la soberanía parlamentaria había desterrado la participación directa como fórmula de decidir. Hay que recordar que Cameron asumió el poder en 2010 desde una posición bastante vulnerable pues, a la grave crisis económica, había que unir al menos tres importantes elementos de fragilidad política: (1) los equilibrios dentro de una inédita coalición con los demócratas liberales; (2) el eterno desafío de los conservadores eurófobos; y (3) las tensiones territoriales en Escocia. Pues bien, en los tres asuntos el líder conservador ha optado por el arriesgado recurso al instrumento del referéndum y, hasta el momento, no parece que se haya arrepentido. En primer lugar, consiguió el apoyo casi incondicional para un impopular programa de ajustes por parte de su vice-primer ministro liberal Nick Clegg, quien sólo exigió a cambio un referéndum para implantar el sistema electoral de voto alternativo o preferencial. Un precio alto para los conservadores –que se benefician enormemente del actual sistema de first-past-the-post– pero que no tuvieron que pagar, ya que la propuesta fue rechazada ampliamente en la consulta celebrada en 2011, en la que sus socios menores de coalición acabaron pagando amargamente el desgaste de los recortes.
En relación con su segundo gran desafío político –el de las reticencias o la abierta hostilidad en gran parte del electorado conservador hacia la pertenencia a la UE–, el primer ministro anunció en enero pasado que quería volver a probar el todo o nada del referéndum. Es verdad que no está nada claro que esta jugada le salga bien a su país en el largo plazo pero, dado que la celebración está anunciada para 2017, y en medio volverá a haber elecciones, Cameron ha conseguido varios objetivos tácticos: aflojar la presión ejercida dentro de sus filas por los backbenchers euroescépticos, reducir la sangría en intención de voto hacia la formación populista UKIP y llenar de contenido la acción que ejercerá a partir de ahora el Reino Unido en Bruselas –esto es, buscar un nuevo estatus privilegiado dentro de la UE a partir de la recuperación de ciertas competencias– mientras los miembros de la zona euro refuerzan aún más la gobernanza común.
Muchas menos dudas parece ofrecer el que, como se ha dicho, Cameron gane también su tercera apuesta con el referéndum a celebrar el año próximo en Escocia. La publicación del informe antes mencionado –que es el primero de una serie– no sólo resulta un nuevo golpe a encajar por el gobierno regional del independentista Alex Salmond, sino que además demuestra las ganas que tiene Londres de pasar al ataque en el asunto escocés con un discurso político de perfil mucho más alto al exhibido hasta ahora. La principal conclusión del documento, que han redactado dos prestigiosos expertos independientes en derecho internacional, consiste en que una secesión de Escocia la situaría fuera de la UE y de cientos de organizaciones internacionales y al margen de todos los demás tratados vigentes en este momento. No se trata de una afirmación técnica especialmente novedosa pues, de hecho, el Real Instituto Elcano publicó en noviembre pasado un análisis que llega a idéntico resultado y en diciembre el presidente de la Comisión confirmaba oficialmente esta realidad. Pero sí es importante desde un punto de vista más político en la medida que, frente a la relativa ligereza con la que el actual gobierno de Edimburgo ha venido tratando la cuestión –afirmando que un nuevo Estado heredaría automáticamente la pertenencia europea– el informe es muy sólido explicando que no habrá derechos adquiridos para quien se separe y que solo el Reino Unido conservaría la actual posición como miembro. Además, la Escocia independizada no sólo tendría que afrontar una difícil adhesión a la UE (que no está en absoluto garantizada, dado el requisito de la unanimidad, y sin que en ningún caso se pueda conservar los privilegios y opt-outs británicos de los que ahora disfruta), sino que también debería renegociar otros 13.998 acuerdos internacionales sobre seguridad, inversiones, extradiciones, energía, comunicaciones y comercio, sin contar los otros muchos que debería celebrar con Londres para gestionar el divorcio.
Es muy posible que ese panorama de complejidad y de radical incertidumbre sobre los plazos, las condiciones y el resultado final del reenganche del hipotético nuevo Estado con la comunidad internacional, termine por convencer a los escoceses de que –como también señala el documento– su estatus actual de amplia autonomía es el más adecuado. Porque, en efecto, el informe no sólo desarrolla un relato sobre lo negativa y difícil que sería la secesión, sino que también se atreve a poner en valor el formar parte descentralizada de un Estado fuerte y globalizado y de una comunidad humana muy interconectada y con tanta historia en común. El lema de las últimas semanas, que apela al corazón y a la cabeza, es: “si Gran Bretaña funciona bien, ¿por qué romperla?”. Aun no ha terminado la partida. Edimburgo, que acusa de arrogante a esta nueva línea política impulsada desde Londres, acaba de hecho de contraatacar presentando otro análisis sobre la capacidad de Escocia para funcionar por libre, pero algunas de sus conclusiones –como el que la viabilidad económica del nuevo Estado dependerá de mantener la libra y al Banco de Inglaterra como prestamista de última instancia– abonan más bien la tesis de que Salmond está ya a la defensiva mientras Cameron, una vez más, saldrá airoso en el juego del referéndum.