En unos meses han coincidido en tres importantes países europeos tres cambios de liderazgo y orientación política sin que mediaran elecciones: la llegada al poder de Boris Johnson en el Reino Unido, con una propuesta de Brexit a cualquier precio frente al acordado con Bruselas por su antecesora Theresa May; en España, la del socialista Pedro Sánchez, tras una moción de confianza, por cuestiones de corrupción del PP, sustituyendo a Mariano Rajoy; y en Italia, aunque con el mismo primer ministro, Giuseppe Conte, un nuevo gobierno y mayoría, formado por el Movimiento Cinco Estrellas (M5E) y el Partido Democrático, con un enfoque más proeuropeo, frente al anterior de coalición de los primeros con la Liga de Savini.
No es que este tipo de cambios no resulte democrático en sistemas parlamentarios. Aunque garantiza estabilidad al sistema (no al gobierno) refleja ciertos problemas y el mayor poder de los partidos y de la militancia. No obstante, como no puede ser de otra manera, todos han de acabar celebrando en elecciones antes o al concluir la legislatura que no se interrumpe.
Hay precedentes importantes. Por ejemplo, Winston Churchill sucedió a Neville Chamberlain en el Reino Unido en mayo de 1940, tras la invasión alemana de Francia, sin mediar elecciones, con un gobierno de concentración y dejando atrás la fracasada política de apaciguamiento de Hitler. De hecho, ese gigante de la política, tan admirado por Johnson, no se llegó a someter como primer ministro a una elección hasta terminada la Segunda Guerra Mundial, en julio de 1945 (durante la contienda no se pudieron celebrar elecciones). Él y su Partido Conservador perdieron estrepitosamente frente a un laborismo que propugnó el desarrollo del Estado de Bienestar para compensar los sufrimientos de la guerra. Churchill volvió en 1951, esta vez ganando de calle.
Helmut Kohl, otro político de estatura, democristiano, entró en la Cancillería de la entonces República Federal de Alemania en octubre de 1982 desbancando mediante una moción de confianza constructiva (figura que se copió en la Constitución española) al socialdemócrata Helmut Schmidt, apoyándose en un cambio del partido bisagra que representaban los liberales. Y gobernó hasta 1998. En España ha habido el caso de Leopoldo Calvo-Sotelo en 1981, que sucedió a Adolfo Suárez y luego perdió las elecciones de 1982. Pero se trató de un cambio dentro de un mismo partido, la UCD. En el Reino Unido ni siquiera es necesaria una investidura, sino que basta que la Reina estime que el nuevo primer ministro cuenta con una mayoría para que lo designe.
Estos tipos de cambios se ven favorecidos por el mayor poder de los militantes sobre los partidos y de estos sobre los parlamentos o el Ejecutivo. En el Partido Conservador británico, desde 1965 hasta 1998 fue el grupo parlamentario en la Cámara de los Comunes el que decidía por votación interna quién sería su líder y primer ministro. Desde entonces, si hay más de un aspirante, el grupo parlamentario conservador hace una primera criba, pero la elección entre los dos finalistas se decide en unas primarias de militantes, que ganó Johnson. En general, estos militantes tories se han reducido en número (eran unos tres millones a mediados del siglo pasado y 160.000 –el 70% hombres y el 40% mayores de 66 años– en la actualidad, de los cuales votaron 139.000 en la elección de Johnson, la primera vez que pudieron participar en tal proceso) y se han radicalizado, no únicamente en materia de Brexit. Además, con el Fixed Parliament Act, que los liberales forzaron en 2011, el primer ministro ha perdido un gran poder: la capacidad de disolver la Cámara a su antojo.
En España, en el Partido Socialista también se produjo un cambio interno en la militancia frente a la dirección, que Sánchez supo explotar con arrojo y voluntad de poder. En la democracia de Italia, los partidos han pesado siempre aunque, esta vez, pueden haber influido también algunas presiones exteriores, además de las internas. Hasta el presidente de EEUU, Donald Trump, se desmarcó de Salvini para apoyar a Conte en este cambio, como hizo el presidente francés Emmanuel Macron. Incluso en un sistema presidencial como EEUU, Trump se ha hecho con el control del Partido Republicano y lo ha radicalizado aún más.
Estos usos pueden hacer que la división de poderes clásica haya cambiado, con un mayor peso de los partidos, aunque no necesariamente de los parlamentos. Al cabo, todo tiene que acabar en elecciones, como es lógico. Conquistar, o confirmar, la cabeza del ejecutivo sin haber mediado antes comicios puede reforzar al conquistador de cara a esas elecciones. Lo hemos visto. Lo estamos viendo.