Cualquier español o residente en España que dentro o fuera del territorio nacional se adhiere al salafismo yihadista y opta por trasladarse a un país donde cuenta con bases alguna de las actuales organizaciones terroristas inspiradas en esa ideología, bien sea para recibir entrenamiento o para implicarse en actividades de violencia como integrante de tales entidades, es por definición un peligro. Cuando no una amenaza efectiva para el conjunto de nuestros ciudadanos e intereses.
Es un peligro si permanece fuera de nuestras fronteras y llega a participar en la designación de blancos españoles contra los que cometer actos de terrorismo o decide hacerlo por su propia cuenta en el exterior. Pero igual o más lo es, desde luego, si retorna, ya sea con similar intención terrorista pero al margen de la entidad con la que hubiese estado relacionado o con la determinación de llevar a cabo actividades de adoctrinamiento y captación para la misma. Incluso contribuyendo a la preparación y ejecución aquí de atentados siguiendo las directrices de esa organización.
En el caso de los yihadistas que han viajado desde nuestro país a otro para recibir entrenamiento o contribuir a campañas mediante las cuales tratar de imponer violentamente dominios islámicos de signo salafista, se observan dos dimensiones fundamentales de la amenaza que el terrorismo global sigue suponiendo, transcurrido un decenio desde el 11-M. Esas dos dimensiones son los procesos de radicalización violenta que ocurren en el seno de la población musulmana en España y la movilización que de individuos afectados por estos procesos hacen determinadas organizaciones yihadistas asentadas en el exterior.
A este respecto, la más reciente operación antiterrorista en España, llevada conjuntamente a cabo el 30 de mayo en Melilla por la Comisaria General de Información del Cuerpo Nacional de Policía y por el Servicio de Información de la Guardia Civil, durante la que se detuvo a seis sospechosos, pone de manifiesto la actualidad de esas dos dimensiones –endógena la primera y exógena la segunda– inherentes a los riesgos y la amenazas asociados con el terrorismo yihadista en relación con nuestro país.
Y es que esta última actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no ha venido sino a ratificar lo evidenciado a raíz de otras intervenciones antiterroristas, desarrolladas, sobre todo a partir de junio de 2013, en el curso de las cuales fueron detenidos 18 individuos más, supuestamente relacionados con redes que en España se dedicaban a la radicalización, el reclutamiento y la remisión de individuos a campos de entrenamiento utilizados por organizaciones terroristas o a zonas de conflicto en las que éstas desarrollan acciones de violencia.
En conjunto, el resultado de esas operaciones contra el terrorismo yihadista sugiere que se han producido algunas notables modificaciones respecto a la naturaleza y los vínculos de dicho fenómeno en España, tanto en la caracterización sociodemográfica de los individuos inmersos en actividades relacionadas con el mismo como en sus conexiones con organizaciones adscritas a la actual urdimbre del terrorismo global y en los ámbitos geopolíticos donde estas llevan principalmente a cabo sus acciones y concentran su infraestructura.
Mientras que el perfil dominante entre los condenados en España desde mediada la década de los 90 hasta 2012 relacionadas con el terrorismo yihadista ha correspondido al de un varón extranjero de entre 25 y 40 años, los detenidos a partir de 2013 por ese mismo tipo de actividades siguen siendo igualmente varones y con edades en el momento de ser aprehendidos situadas en ese mismo intervalo, pero en cambio entre ellos hay una proporción bastante más que significativa de ciudadanos españoles, originarios de Ceuta y Melilla o ubicados en esas dos ciudades.
En otras palabras, ha aparecido lo que en propiedad cabe describir como la componente homegrown o endógena del terrorismo yihadista en España por lo que se refiere a su caracterización sociodemográfica, estadísticamente apenas representativa hasta hace poco, aunque los procesos de radicalización y de reclutamiento vinculados con dicho fenómeno hayan destacado por ser de carácter homegrown o endógeno tras su penetración en nuestro país a inicios de los 90.
Desde 1995, cuando fue detenido en nuestro suelo el primer individuo condenado por actividades relacionas con el terrorismo yihadista, hasta hace unos tres años, los yihadistas activos en España formaban parte, en su mayoría, de células relacionadas con organizaciones terroristas asentadas el sur de Asia y el Magreb o estaban encuadrados directamente en ella. Sin embargo, las detenciones más recientes indican que esas conexiones ha pasado a establecerse con entidades localizadas sobre todo en Oriente Medio y, en menor medida, en el tramo occidental de la franja del Sahel, en uno y otro caso mediante entramados hispano-marroquíes.
Entre estas entidades destacan la rama de al-Qaeda en Siria, es decir Jahbat al Nursa (JN), y –activa en ese país y en el escenario común que de insurgencia yihadista que conforma con el contiguo territorio iraquí, donde compiten por la hegemonía dentro de su sector ideológico– el Estado Islámico de Irak y Levante (EIIL). A fines de 2013 se conocía que al menos 20 individuos habían salido de España para sumarse a ambas organizaciones terroristas. Asimismo, aun cuando el número de individuos que de nuestro país haya viajado movilizado por una u otra pueda ser más reducido, al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) y el Movimiento para la Unificación y la Yihad en África Occidental (MUYAO), precursora de lo que en estos momentos es al-Morabitún, están activas en torno al norte de Malí.
Estos cambios recientes en la caracterización social y las conexiones externas del terrorismo yihadista como amenaza para España obligan a un renovado enfoque en la persecución de dicho fenómeno, a una actualización de la estrategia nacional de prevención de la radicalización y a un énfasis diferencial, dentro de nuestro entorno europeo y mediterráneo, en materia de cooperación internacional.