Costa Rica inaugura este 4 de febrero la primera de las seis elecciones presidenciales que tendrán lugar en 2018 en América Latina y que, probablemente, requerirán de la segunda vuelta para elegir nuevo presidente (1 de abril) en un escenario de incertidumbre, crisis partidista y liderazgos tradicionales. En principio, resultará electo para los próximos cuatro años quien obtenga un mínimo del 40% de los votos. Si ningún candidato alcanza esa cifra habrá que ir al balotaje.
En estos comicios se observan cinco características que muestran las principales dinámicas político-electorales de la coyuntura costarricense. En primer lugar, desde 2002, el país asiste a la decadencia de su sistema de partidos, uno de los más antiguos de América Latina. Las fuerzas tradicionales en las que se apoyó la democracia desde los años 50 se encuentran en crisis: el Partido de Liberación Nacional (PLN) y el Partido de Unidad Social Cristiana (PUSC), que hasta la década de 1990 concentraban el 90% de los votos, ahora apenas rondan el 30%-40%. Incluso las fuerzas emergentes que trataron de sustituir a los partidos históricos en la pasada década (el Partido Acción Ciudadana –PAC– y el Movimiento Libertario) y en la actual (el Frente Amplio) llegan muy debilitadas a 2018.
El sistema de partidos costarricense acumula tres lustros de transformaciones sin que en ese período se haya consolidado ninguna nueva organización. El bipartidismo tradicional se convirtió en un multipartidismo moderado. Esto se observa claramente en el Parlamento, donde se pasó de dos partidos controlando 50 de los 57 escaños en 1998 a las nueve agrupaciones actuales, ninguna de las cuales llega a los 20 escaños. En 2014 este bipartidismo histórico desapareció de las elecciones presidenciales: por primera vez desde 1953 una fuerza ajena al PLN-PUSC alcanzó la presidencia. Fue el PAC del actual presidente Luis Guillermo Solís.
“Las encuestas para el 4 de febrero apuntan a que ningún candidato superaría el 20%-30% de los votos en primera vuelta”
En segundo lugar, esa decadencia del sistema de partidos tradicional se traduce en una elevada fragmentación del voto que afecta especialmente al PLN y al PUSC. Las encuestas para el 4 de febrero apuntan a que ningún candidato superaría el 20%-30% de los votos en primera vuelta: Juan Diego Castro, candidato del Partido Integración Nacional (PIN), encabeza la intención de voto con sólo un 18%, según el sondeo del Centro de Investigación y Estudios Políticos, CIEP, de la Universidad de Costa Rica.
En tercer lugar, tanto las alternativas históricas como las más recientes han fracasado a la hora de canalizar el desencanto social predominante. A una desafección hacia una clase política inmersa en reiterados casos de corrupción se añade la incapacidad de impulsar políticas públicas eficientes en salud, educación, transportes y seguridad ciudadana. Ese cóctel ha facilitado la aparición de nuevas alternativas populistas (Juan Diego Castro) con características rupturistas hacia el statu quo vigente.
El éxito de Castro se basa en un liderazgo carismático apoyado en un partido marginal (sin cuadros ni estructura: él mismo ha reconocido que “no tiene gente para nombrar los 6.000 puestos, ni tiene gente para nombrar los 17 ministros”) que enarbola un discurso basado en la mano dura y la lucha anticorrupción. Castro, ministro de Seguridad y Justicia en los 90, encarna a un outsider que ha roto con los partidos tradicionales y que ha venido creciendo desde un inicial 6% gracias a una campaña en extremo personalista en la que ofrece explicaciones maniqueas a conflictos complejos. Su discurso, poco sofisticado para llegar mejor a todos los sectores sociales, es de carácter populista y demagógico, de derechas. Desde esta perspectiva afirma que “al primer diputado que lo agarre con chorizo o se jale una torta, voy con la policía y va pal tavo (cárcel)”.
No obstante, ha sido el candidato que mejor ha sabido sacar partido de los problemas más preocupantes y que centran la actual campaña: corrupción, inseguridad ciudadana y crisis del modelo costarricense. La corrupción no sólo ha afectado a anteriores administraciones (del PLN y del PUSC) sino también a la actual del PAC (el “caso cementazo”), lo que ha dejado muy debilitado al gobierno y causado profundos daños institucionales. En cuanto a la inseguridad, si bien Costa Rica, a escala regional, posee índices bajos de criminalidad, el aumento del número de homicidios (la cifra ha escalado de 8 a 12,1 por 100.000 habitantes desde 2007) ha provocado un creciente malestar hacia una administración que no brinda buenos servicios públicos (educación, salud y transporte) ni seguridad.
Castro encabeza las encuestas a escasa distancia de dos figuras de partidos históricos: Antonio Álvarez Desanti (14%), del PLN, y Rodolfo Piza, del PUSC (13%). La fragmentación se resume en que tres candidatos tienen opciones de disputar el balotaje. Incluso, podría contemplarse un cuatro si se tiene en cuenta a Rodolfo Hernández, del Partido Republicano Social Cristiano (8%). Los restantes nueve candidatos poseen escasas opciones de pasar a la segunda vuelta.
“El resultado dependerá de cuánto cale el discurso antipolítico y de cuánto temor provoque la llegada de un presidente populista”
Otros sondeos, como el de OPol Consultores de enero, aportan variaciones relevantes: mayor intención de voto para Castro y Álvarez que seguirían en empate técnico (28,8% y 27,4%, respectivamente) y a una gran diferencia sobre Piza y Hernández, empatados en el tercer puesto pero lejos de poder optar al balotaje (12% y 11%).
La fragmentación y la volatilidad del voto junto a una elevada indecisión que ha oscilado entre el 30% y el 40% del electorado conduce al balotaje, probablemente con un resultado ajustado. Una segunda vuelta en la que no habrá victorias abrumadoras (como la de Laura Chinchilla en 2010 –por 21 puntos– o la de Luis Guillermo Solís en 2014 –por casi 50 puntos–, cuando Johnny Araya, rival del actual presidente, renunció a competir). La pugna será muy cerrada debido a que la sociedad costarricense se va a dividir, como viene sucediendo desde 2006, entre el deseo de cambio y el rechazo a la política tradicional, que encarnaría Castro, y el miedo a transformaciones abruptas que tratarían de movilizar Álvarez o Piza.
En cuarto lugar, las encuestas muestran que se va a producir un fuerte castigo al oficialismo: el partido en el poder (el PAC) quedará fuera de la segunda vuelta lastrado por la corrupción y el mal desempeño de gobierno y tan sólo alcanzaría el 5% del voto.
Finalmente, la alta fragmentación dará lugar, como en 2014, a un futuro “gobierno dividido” (legislativo vs ejecutivo) que va a complicar la gobernabilidad y la puesta en marcha de reformas. Desde comienzos del siglo XXI la división en el legislativo (entre defensores del modelo intervencionista costarricense y los partidarios de reformas liberalizadoras) ha desembocado en un mutuo bloqueo que ha paralizado la acción legislativa ante la imposibilidad de consensuar las reformas. La consecuencia es que el país se enfrenta a problemas estructurales de larga data, no resueltos y que progresivamente van complejizándose: falta de competitividad de la economía, problemas de financiación y un alto déficit fiscal.
De todos modos, está todo abierto de cara a la segunda vuelta. El resultado dependerá de cuánto cale el discurso antipolítico y de cuánto temor provoque la llegada de un presidente populista. El otro factor a considerar, muy vinculado al primero, será la importancia que adquiera el voto de castigo a los partidos tradicionales, comenzando por el PLN pero sin olvidar al PUSC.
Carlos Malamud
Investigador principal, Real Instituto Elcano | @CarlosMalamud
Rogelio Núñez
Profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares