A medida que nos acercamos al año 2015, la comunidad internacional ocupada del desarrollo hace balance de la experiencia de la campaña de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). A la vez, se prepara la nueva agenda internacional post-2015. Hay bastante consenso en que la nueva agenda recoja las buenas prácticas y enseñanzas obtenidas de la que partió de la Declaración del Milenio del año 2000: lograr un amplio consenso internacional que cuantifique de forma sintética los principales retos futuros, los dé a conocer a la ciudadanía global, oriente las políticas de desarrollo de donantes y socios, y configure un resumen manejable y mesurable para evaluar periódicamente logros y fracasos, compromisos y realizaciones.
La experiencia acumulada también ofrece enseñanzas sobre las debilidades detectadas: la difícil cuantificación de algunos indicadores (mortalidad materna, por ejemplo), el planteamiento del desarrollo de una forma quizá demasiado homogénea y técnica bajo un patrón un tanto determinista, demasiado centrado en la financiación y ésta sólo en la ayuda oficial al desarrollo (AOD). También se alzan voces que solicitan que para la nueva agenda post-2015 se incluyan aspectos importantes que sí figuraron en el texto dela Declaracióndel Milenio, pero no entraron como parte del trío objetivo-meta-indicador de los ODM. Entre ellos, toma cada vez más relevancia internacional la sostenibilidad ecológica del desarrollo humano, y dentro de ésta, el cambio climático.
Una cuestión compleja es determinar si el cambio climático debe dominar la agenda futura del desarrollo o si debe seguir siendo la pobreza la protagonista.
Los defensores de que existan agendas separadas y diferenciadas entre el cambio climático y la pobreza basan su postura en el temor a que se establezca una competencia entre ambos temas por los cada vez más limitados fondos que aportan los países donantes tradicionales. Ante la percepción más cercana y en “propias carnes” de los efectos del cambio climático (inundaciones, huracanes, olas de calor) los pagadores de impuestos preferirán que sus políticos pongan más energía y recursos en abordar este bien público global, frente a la pobreza y hambre extremas que suceden más lejos y son menos conocidas o cercanas para los ciudadanos de los países ricos en dinero. El argumento se puede resumir a modo de eslógan en “financiemos prioritariamente lo que no puede esperar más, el cambio climático, porque si no lo abordamos ahora, las generaciones futuras nos lo echarán en cara”.
Por otra parte, separar pobreza y hambre de cambio climático es falaz. Lo irónico de la falta de acuerdo global para aportar más compromisos de reducción de emisiones contaminantes por parte de los países desarrollados es el argumento de “prefiero generar empleo ahora con menos costes, a empleo verde más ecológico pero caro y por tanto menos abundante”. Los países más ricos contaminan más, pero tendrán más recursos para afrontar las futuras consecuencias indeseadas. Contra este argumento, se acumula la evidencia de que ya no hay más plazo para retrasar una respuesta global y que la acción colectiva coordinada es imprescindible ahora.
Pero la pobreza y el clima no son dos problemas inconexos. Lo último no es algo que “le pasa al planeta” y lo primero algo que padecen “las personas”. Para empezar, ambos son problemas causados por el hombre y las estructuras (político-económico-sociales) con que nos hemos dotado como comunidad internacional. Para continuar, los pobres (personas y países) son los que más acaban luchando contra el cambio climático. En primer lugar, los campesinos con menor poder de compra de agroquímicos son los que más invierten en el respeto natural al ciclo de la producción de alimentos (así lo expresa el último El estado mundial de la agricultura y la alimentación de la FAO). En segundo lugar, los pobres son los que sufren con más intensidad las consecuencias del cambio climático tanto por su vulnerabilidad a los desastres naturales como a los precios de los alimentos, en subida consolidada desde mediados de 2008, como señala el Observatorio del Banco Mundial.
En resumen, sin los pobres (personas y países) no es posible la acción exitosa ante el cambio climático con lo que pobreza y clima deberían estar unidos en la próxima agenda internacional post-2015. No obstante, se corre el peligro de que los recursos escasos destinados a combatir este problema común se orienten con preferencia política a los síntomas y consecuencias ocurridos en los países ricos-contaminantes en detrimento de la ayuda imprescindible para las personas hambrientas y con menos voz y poder de influencia en dicha agenda. ¿Cuál sería la mejor solución realista o incentivo-compatible?
* José María Larrú es profesor en el departamento de Economía Aplicada en la Universidad San Pablo CEU