Cuando todavía estábamos digiriendo el impacto del resultado del referéndum británico nos encontramos con la sorpresa de que algo que, tradicionalmente, no había generado controversias, como es la firma de un tratado comercial entre la UE y un socio de ésta, se convertía en un problema político de la mayor envergadura.
Así, en una maniobra ciertamente inesperada, el Parlamento de Valonia (una de las regiones de que se compone Bélgica) decidió paralizar el acuerdo entre Canadá y la UE, conocido como CETA. El desafío llegó a tal punto que, para poder desbloquear la situación, las reuniones entre las partes implicadas se han tenido que multiplicar durante los últimos días. Y, todo ello, a pesar de declaraciones como las del propio primer ministro canadiense, Justin Trudeau, quien llegó a manifestar su disconformidad de la siguiente manera: “si Europa no puede firmar un acuerdo comercial progresista con un país como Canadá, ¿con quién piensa hacer negocios en los próximos años?”.
Las negociaciones por el CETA, que duraron aproximadamente cinco años (amén de un año y medio de revisión jurídica), habían pasado ciertamente desapercibidas, a diferencia de las más controvertidas del TTIP (recordemos, la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión; es decir, el acuerdo entre la UE y EEUU). El problema con el que se han encontrado a última hora ha sido más bien el vínculo que aquellos contrarios al propio TTIP han establecido entre éste y el acuerdo UE-Canadá.
“Cuando un documento requiere de la aprobación de casi 40 parlamentos, incluyendo algunos regionales, los posibles puntos de veto se multiplican”
Pero la realidad es que el CETA no es tan ambicioso como el TTIP. No se ha promovido nunca públicamente la supuesta capacidad que tendrán las partes por “moldear la globalización”, como se suele argumentar con el acuerdo con EEUU, ni tampoco se han dado cifras económicas tan espectaculares como las que se daban al principio de la negociación del TTIP. Poco importa: cuando un documento requiere de la aprobación de casi 40 parlamentos (como es el caso que nos ocupa), incluyendo algunos regionales, los posibles puntos de veto se multiplican.
¿Qué implicaciones tiene esta cuestión para futuras negociaciones? Primero pensemos en los acuerdos similares al CETA. El TTIP se encuentra en una situación verdaderamente compleja y no está nada claro su futuro. Otros acuerdos comerciales como el que previsiblemente concluirán la UE y Japón, por su parte, parecen tener un horizonte algo más despejado, al no haberse politizado las negociaciones.
¿Y qué tiene que ver esto con lo que suceda tras el Brexit? Potencialmente bastante. El paso de los meses aún no ha traído consigo la activación del artículo 50, aunque todo parece indicar que ésta se producirá en primavera del próximo año (es necesario recordar que hasta entonces no hay negociación). Conviene aclarar también en este punto que no es lo mismo la negociación del acuerdo de salida que la negociación de la nueva relación entre el Reino Unido y la UE.
¿Qué podría pasar con el acuerdo que regule las futuras relaciones entre el Reino Unido y la UE? ¿Se tratará de una negociación con únicamente dos implicados, esto es, el Reino Unido y la UE? ¿O por el contrario, otros buscarán jugar sus bazas? Todo dependerá, nuevamente y como ha sucedido con el CETA, del nivel de politización que alcance esta negociación.
En el Reino Unido parece claro que tendremos al gobierno de Theresa May como actor fundamental en las negociaciones, pero no olvidemos el papel que pueden jugar las devolved administrations, en particular Escocia (pero también Irlanda del Norte), que no quiere asumir la posibilidad de un Hard Brexit, que le impediría tener un acceso privilegiado al Mercado Interior, cuestión que también afectaría sobremanera a la City de Londres.
“La Unión, hasta la fecha, ha sido firme en su decisión de no ceder un ápice”
Desde las islas se sigue manteniendo la, al menos, cuestionable certeza de que la UE acabará cediendo a sus peticiones; esto es, a permitirles tener algún tipo de acceso al Mercado Interior sin por ello deber aplicar la libre circulación de personas en el territorio británico. Lo cierto es que la Unión, hasta la fecha, ha sido firme en su decisión de no ceder un ápice, y no se vislumbran posibilidades de cambio en el horizonte, tanto más por la importancia simbólica de la libre circulación para el proyecto político.
Al otro lado de la mesa la situación es más compleja si cabe. Para empezar, cada una de las instituciones comunitarias ha elegido su negociador para los próximos meses. Michel Barnier es el elegido de la Comisión, Guy Verhofstadt del Parlamento y Didier Seeuws del Consejo. Está por ver si la coordinación entre todos será eficiente. Y, al mismo tiempo, no está claro cuáles serán los mecanismos escogidos por la UE para negociar la nueva relación con el Reino Unido una vez se produzca el acuerdo de salida. Ni siquiera es evidente que los citados negociadores repitan en sus puestos.
Con todo, esto no es lo más problemático. La cuestión fundamental estriba en el posterior proceso de ratificación del acuerdo. Es difícil que lo resultante sea meramente un acuerdo comercial, con lo que las competencias serán compartidas entre Estados y Comisión. Ello implicaría la necesidad de que, al menos, cada uno de los parlamentos nacionales tuviese que dar su visto bueno, tal y como pasa con el CETA. Además, es posible también que se produzcan otros puntos de veto no previstos, como los del acuerdo con Canadá (donde también amagaron con vetarlo el SPD alemán y el gobierno austriaco) u otros consecuencia de la política interna de los demás Estados miembros, incluyendo el Tribunal Constitucional alemán. Ello por no hablar del riesgo existente si hay que someter a referéndum el acuerdo en algunos países y más teniendo en cuenta los recientes rechazos en plebiscito a decisiones que suponen una mayor profundización del proyecto europeo.
Por tanto, y a pesar de que finalmente la crisis del CETA parece resuelta (por el momento, porque tampoco es seguro al 100% que vaya a ser ratificado dadas ciertas reticencias todavía existentes, incluyendo las del ya citado Tribunal Constitucional alemán sobre el mecanismo de arbitrajes entre inversor y Estado), es necesario sacar una lección importante de lo ocurrido con el Parlamento valón: si un acuerdo con un socio tan similar como Canadá, con el que a su vez no existen puntos de conflicto excesivamente sustanciales, ha estado en grave riesgo de cancelarse, no está nada claro que para algo que tiene unas implicaciones sentimentales y políticas más importantes, como el futuro acuerdo al que llegue la UE con el Reino Unido tras la salida de los británicos del proyecto comunitario, haya alfombra roja. Cuando llegue el momento, harían bien las partes en no confiarse en exceso.