La victoria de Boris Johnson es inapelable. Ha conseguido 365 escaños de 650 posibles, es decir, una mayoría absoluta con un colchón de 40 escaños, y ha logrado nada más y nada menos que 162 escaños más que el Partido Laborista, que se ha quedado en 202 diputados, algo que no se veía desde 1935. Johnson ha asegurado 47 asientos más en la Cámara de los Comunes que Theresa May en las elecciones de 2017, y su rival, Jeremy Corbyn, ha perdido 59. Los Tories han pintado el mapa de azul.
Pero donde se produjo realmente la rotura del dique laborista es en la llamada “muralla roja” de las Midlands y el norte que tradicionalmente siempre sospecharon de los Tories por ser el partido de las clases acomodadas de las urbes del sur y la campiña inglesa. El debate sobre el Brexit ha sido el que ha determinado el resultado. Desde el referéndum de 2016 en Inglaterra y Gales (Escocia e Irlanda del Norte son otra cosa) ha habido dos fuerzas contrapuestas en acción. La primera se centraba en revertir el Brexit por considerarlo un suicidio colectivo (representada por John Bercow, el carismático presidente de la Cámara de los Comunes, quien ha llegado a decir después de dejar el puesto que el Brexit es el mayor desastre desde la Segunda Guerra Mundial), y la otra consideraba que había que respetar la decisión del pueblo británico, aunque fuese un salto al vacío. Está claro que esta última ganó.
“Sería un error, sin embargo, pensar que la aplastante victoria de Johnson demuestra que la mayoría de los británicos quieren salir de la UE”.
Boris Johnson, y su asesor Dominic Cummings, han sabido leer la ira del norte del país y su Get Brexit Done (“logremos el Brexit”) ha sido igual de potente que el Take Back Control (“recuperemos el control”) del referéndum de 2016. Tres palabras para condensar el sentir de una gran parte de la población. El voto a favor del Brexit fue un grito del norte posindustrial y el campo del sur que se sienten abandonados por las elites cosmopolitas urbanas; y las piruetas del Parlamento de los últimos tres años y medio (y la ambivalencia de los laboristas) sólo han envalentonado ese sentimiento. En esencia, lo que esta victoria de Boris Johnson demuestra es que hay mucha gente muy enfadada con su situación material, y muy asustada con el multiculturalismo y la revolución tecnológica, que quiere que las cosas cambien (aunque no está segura hacia qué), y si eso significa que los de arriba (socioeconómicamente hablando) sufran por el Brexit, pues que así sea. Lo importante es que se escuche la voz de la ira.
Sería un error, sin embargo, pensar que la aplastante victoria de Johnson demuestra que la mayoría de los británicos quieren salir de la UE. El sistema electoral británico distorsiona el resultado final. Con esta amplia mayoría pareciera que el Reino Unido tiene ahora un Gobierno estable y que, después de años de grave división política y social, la segunda economía europea se presenta más cohesionada y sólida que Alemania, Francia, Italia y España, que tienen unas tensiones políticas encarnizadas en plena era de grandes transformaciones tecnológicas y reacciones populistas desestabilizadoras. Algunos en el Continente incluso pensarán que el sistema first-past-the-post (“el que tiene más votos se lleva el único escaño de la circunscripción”) es una fórmula mágica para evitar la fragmentación política que generan los sistemas parlamentarios más proporcionales.
Pero eso es un espejismo. Debajo del inmenso mar azul de los Tories que cubre hoy el Reino Unido hay una marea de fondo muy intensa. En realidad, Boris Johnson sólo ha logrado 1,2 puntos porcentuales más de votos que Theresa May, y si juntamos todos los votos de los dos partidos que tenían claramente en el manifiesto que querían salir de la UE (los Conservadores y el Partido del Brexit) la suma sólo nos lleva al 45,6% del electorado, y si además tenemos en cuenta que la participación fue relativamente baja para lo que estaba en juego, el 67,3%, llegamos a la conclusión que el apoyo al Brexit se limita al 30,6% de la población con derecho a voto. Es verdad que ha habido gente pro-Brexit que han votado a los laboristas, pero según la macroencuesta de Lord Ashcroft, por ejemplo, de aquellos que votaron Brexit en el referéndum y todavía están convencidos de su voto, sólo el 11% ha votado laborista, mientras que el 80% ha votado Tory. Corbyn ha sido un candidato débil y demasiado izquierdista para el votante medio inglés. Pero quizá tenía razón en algo: si se posicionaba claramente a favor de la revocación del Brexit, perdería el norte.
Las caídas profundas en el voto laborista se produjeron precisamente en las circunscripciones donde se había votado mayoritariamente a favor del Brexit en el referéndum de 2016 y esos lugares son en general sitios de clase obrera, blanca, con niveles de educación e ingresos más bajos que la media nacional. Hay un patrón claro en todas las encuestas que se han hecho antes y después de la votación. Los jóvenes han votado mucho más a los laboristas y los más formados con estudios superiores han votado sobre todo a los Liberales Demócratas, que están abiertamente en contra de la salida de la UE. Los resultados de los liberales –los segundos claros perdedores de las elecciones después de los laboristas– son llamativos. Han logrado 4,2 puntos porcentuales más de votos que en 2017, pero han perdido un diputado, pasando de 12 a 11. Incluso su líder, Jo Swinson, perdió su escaño, demostrando la dureza del sistema first-past-the-post.
Pero el sistema es el que es y la victoria del Brexit es rotunda y, por su puesto, legítima. Boris Johnson va a lograr lo que Theresa May no pudo conseguir. Brexit finalmente se convertirá en Brexit, aunque lo verdaderamente kafkiano de toda esta saga es que después de tres años y medio de debates, nadie realmente sabe en qué va a consistir el Brexit. Boris Johnson, cual Flautista de Hamelín, ha conseguido que un tercio de los británicos, sobre todo ingleses (los escoceses y gran parte de los norirlandeses los ha dejado atrás, o ellos lo han abandonado, más bien) le sigan en el camino hacia lo desconocido. Una aventura que la mayoría de economistas, incluso los del mismo Gobierno, pronostican como negativa, sobre todo si no se llega a un acuerdo hasta finales del año que viene y tenemos de nuevo el temerario juego del gallina de un Brexit sin acuerdo.
“Brexit finalmente se convertirá en Brexit, aunque lo verdaderamente kafkiano de toda esta saga es que después de tres años y medio de debates, nadie realmente sabe en qué va a consistir el Brexit”.
Pese a su capacidad de persuasión, para Johnson no será tan fácil buscar una estrategia coherente en sus negociaciones con la UE. Para empezar, tiene la amenaza de una Escocia independiente y una Irlanda del Norte más republicana y, por lo tanto, más cercana a la reunificación con Irlanda, y aunque tiene una amplia mayoría conservadora en Westminster, ésta se compone de diputados Tories conservadores nacionalistas que quieren un Brexit duro para recuperar su soberanía y librarse para siempre del Tribunal de Justicia de la UE, y aquellos, sobre todo los nuevos de las circunscripciones del norte que dependen mucho de las exportaciones al mercado único, que están a favor de uno blando y que temen la aventura de crear un “Singapur sobre el Támesis” comandado por la City de Londres. Es muy probable que Johnson destine inversión pública a estas regiones más pobres para aplacar la ira, pero lo más peligroso es que se sienta reforzado por su amplia mayoría y que vuelva a una estrategia de “tener la tarta y comérsela” (conocida como cakeism) en sus negociaciones con la UE.
Eso significaría que el Brexit no sería ni duro (el modelo Canadá) ni blando (el modelo de Noruega). Es decir, volveríamos al debate de crear un Brexit a medida para el Reino Unido que se parecería más al modelo suizo. O sea, acuerdos bilaterales en los ámbitos en los que las dos partes se encuentren cómodas. Esperemos que ni los líderes del Consejo Europeo ni el negociador para esta nueva fase, Michel Barnier, caigan en esta trampa. Porque si es ya difícil lidiar con los suizos, con los ingleses lo será todavía más.