Misión cumplida. O eso parece. El reciente Consejo Europeo de 15 de diciembre de 2017 finalmente aprobaba la recomendación de la Comisión de pasar a la segunda fase de las negociaciones entre el Reino Unido y la UE. El conocido como “progreso suficiente” se había dado en los tres elementos que estaban en juego en estos momentos: los derechos de los ciudadanos –comunitarios en el Reino Unido y británicos en la UE–, las obligaciones financieras de los británicos –algo conocido erróneamente como Brexit bill– y la solución para la cuestión de la frontera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte –el tema que vio cómo las posiciones se enquistaban en mayor medida en los últimos días–. La buena noticia, por tanto, es el hecho de haber llegado a este acuerdo. La mala, que lo que queda por delante es tanto o más difícil que lo anterior, y ello no presagia nada bueno. Llegar a un acuerdo en los ámbitos citados solamente implica que ahora toca progresar en muchas otras cuestiones. Para cerrar el withdrawal agreement (o “acuerdo de divorcio”) es necesario ir mucho más lejos, entrando mucho más al detalle en las tres áreas ya citadas, al mismo tiempo que hay que encargarse de otras tantas cuestiones que serán igualmente delicadas.
“Los británicos han tenido que ir asumiendo poco a poco todos los postulados de la contraparte comunitaria”
La primera fase de las negociaciones ha sido de todo menos fácil, pero si algo ha venido a demostrar es que el verdadero significado del Brexit es la merma de poder del Reino Unido, poco acostumbrado a tener una capacidad de negociación de escasa fortaleza (fortaleza que venía en parte, precisamente, de su pertenencia a la UE). Así, lo que hemos presenciado hasta la fecha es que los británicos han tenido que ir asumiendo poco a poco todos los postulados de la contraparte comunitaria. A ello han ayudado, sin duda alguna, los innumerables problemas internos del Reino Unido desde el referéndum (desde una primera crisis de gobierno que acabó con la sustitución de Cameron por Theresa May a unas nuevas elecciones con la pérdida de mayoría absoluta de los Tories, pasando por un gabinete completamente desunido en cómo gestionar el Brexit). Al mismo tiempo, también ha sido fundamental en este sentido la previamente imprevisible unidad mostrada por los 27 países restantes de la UE, construida a partir de unas difíciles negociaciones internas que se han cristalizado en orientaciones políticas con muy poco margen de flexibilidad, para desgracia de los británicos. El mantenimiento de la unión en el seno de la UE será clave para el éxito de los postulados de la UE-27.
El número de cuestiones en las que el Reino Unido ha tenido que hacer renuncias desde que celebrase el referéndum el 23 de junio de 2016 es, sencillamente, impresionante. Puede que lo más llamativo sea la cuestión económica, donde se esfumaron rápidamente las famosas promesas en campaña electoral de 350 millones de libras semanales para el sistema de salud británico. Después, hubo una negación sistemática de que se habrían de hacer pagos a la UE una vez que el Reino Unido saliese del club comunitario. Finalmente, los británicos han tenido que acordar una metodología para el cálculo del dinero que habrán de ingresarle a la UE, que se estima en una cantidad de entre 45.000 y 60.000 millones de euros, que cubren, además de los compromisos financieros relativos al presupuesto comunitario, las pensiones de los funcionarios comunitarios y la participación en el Banco Europeo de Inversiones.
Ha habido bastantes más renuncias. Para empezar, Theresa May se demoró muchos meses (hasta nueve) en activar el artículo 50 del Tratado de la UE, que ponía en marcha la cuenta atrás de la salida británica de la UE. El motivo era ganar tiempo. La UE se mantuvo impertérrita en su decisión de no negociar nada con el Reino Unido hasta que éste no activase su salida, a pesar de que May prefería negociar la cuestión de los ciudadanos antes de nada. Finalmente, la primera ministra tuvo que acceder. Lo mismo respecto a la cuestión de la permanencia en el mercado interior. La UE dejó claro desde la reunión informal de 29 de junio, posterior al referéndum británico, que las cuatro libertades fundamentales de la UE eran indivisibles y que, por tanto, si el Reino Unido pretendía controlar sus fronteras, tendría que renunciar a seguir formando parte del mercado interior, una de sus mayores contribuciones al proyecto comunitario. Y, efectivamente, May tuvo que renunciar, anunciando su salida del mismo (y también de la Unión Aduanera) en su célebre discurso de Lancaster House de enero.
“La ventana de negociación del acuerdo de divorcio se cierra en otoño de 2018”
Pero no ha sido eso lo único. El Reino Unido pretendía negociar al mismo tiempo tanto el acuerdo de divorcio como el futuro acuerdo comercial (y otros acuerdos como los relativos a la lucha antiterrorista). Una vez más, tuvo que ceder ante el posicionamiento de Bruselas, que impuso una “secuenciación” de la negociación. Es decir, primero se negociaría la salida, en dos fases, y solamente cuando se hubiese logrado un “progreso suficiente” en los temas identificados como clave, se podría avanzar a la siguiente fase de negociación del divorcio, en la que se empezaría a tratar el marco de la futura relación entre el Reino Unido y la UE. Aparte del ya citado tema económico, las otras dos cuestiones fundamentales fueron la relativa a los ciudadanos y la de la frontera de Irlanda. El tema de los ciudadanos es especialmente delicado para una serie de Estados miembros, entre los que se incluye España, y para el Parlamento Europeo, y la solución momentánea se acerca, de nuevo, mucho más a lo defendido por la UE que a la propuesta que hizo el Reino Unido el verano pasado. Por último, el de la frontera de Irlanda se ha acabado solventando (por el momento), tras una gimnasia gramatical que pretende hacer la cuadratura del círculo sin que haya hard border: que el Reino Unido salga del mercado interior y de la Unión Aduanera, que no haya frontera entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido, y que no haya frontera entre la República de Irlanda (que sí es parte del mercado interior y de la Unión Aduanera) e Irlanda del Norte.
El artículo 50 de la UE contempla, salvo extensión por unanimidad de los Estados miembros, unas negociaciones de dos años. Teniendo en cuenta la necesidad de aprobación por parte del parlamento europeo (y también del parlamento británico, tras la enésima derrota interna de May), esto implica que la ventana de negociación del acuerdo de divorcio se cierra en otoño de 2018. Será entonces cuando haya que tener listo un tratado jurídicamente vinculante, que incluya asimismo un acuerdo de transición (solicitado por la primera ministra para evitar el conocido como cliff edge). La UE pretende que ese acuerdo de transición sea corto, concluyendo no más tarde de 2020 para que coincida con el Marco Financiero Plurianual en vigor y no con el siguiente, evitando así mayores complicaciones. Pero cerrar el acuerdo de divorcio y el de transición en tan poco tiempo es francamente difícil, entre otras cosas porque hay cuestiones que se pueden enquistar, como la relativa a Gibraltar, sin ir más lejos. Ello por no hablar del acuerdo de futuro, del que se empezará a hablar a partir de primavera. Si contamos con que el CETA tiene más de 1.500 páginas y se tardó en negociar siete años y lo que tenemos en estos momentos es un acuerdo de 15 páginas para lograr un “progreso suficiente” que se ha tardado nueve meses en conseguir, es difícil ser optimista para el futuro. La única esperanza es que el Reino Unido aprenda de sus renuncias y deje de lado unos posicionamientos poco realistas que lo único que provocan son frustraciones y mayor lentitud en unas negociaciones ya de por sí suficientemente complejas.