Parece mentira, pero ya han pasado más de dos años del referéndum del Brexit. Este va a ser el último verano con el Reino Unido como Estado miembro de la UE. Con la salida británica ya en el horizonte (el 30 de marzo próximo se producirá, salvo giro inesperado) quedan pocos llantos, aunque sí bastantes reproches y, sobre todo, mucho que negociar para evitar lo impensable: un “no-deal”; es decir, una salida desordenada, sin acuerdo entre las partes.
Para ello, se ha venido hablando de cerrar un compromiso en el mes de octubre, con el objetivo de impedir que los exigentes trabajos legislativos dificulten el cumplimiento del plazo ya mencionado. Theresa May encontrará sin dudas muchas dificultades para lograr una mayoría en su Parlamento, pero no olvidemos tampoco al Parlamento Europeo, que tiene que ratificar igualmente el acuerdo. En todo caso, parece realmente complicado cerrarlo para el mes de octubre. Se podría dilatar algo en el tiempo, pero nunca más allá del mes de diciembre.
Si el compromiso se logra, se articulará en forma de “Acuerdo de Salida”, e incluirá los acuerdos relativos a los derechos de los ciudadanos británicos y comunitarios, el pago por parte británica de los compromisos financieros ya adquiridos, el acuerdo de la frontera entre Irlanda e Irlanda del Norte, las cuestiones de gobernanza del citado compromiso y, muy importante, la fase de transición (según la cual al Reino Unido se le seguirá aplicando toda la normativa europea hasta finales de 2020, pero saldrá de las estructuras comunitarias en marzo de 2019). Todo esto vendrá acompañado de un documento político sobre la futura relación entre la UE y el Reino Unido.
El negociador europeo, Michel Barnier, considera que aproximadamente el 80% del Acuerdo de Salida está cerrado. En principio, eso suena bien. El problema, no obstante, es que lo restante es muy delicado políticamente. Sobre todo, la cuestión de la frontera entre las Irlandas. La Unión Europea es consciente de la importancia de resolver esta cuestión de la manera más inclusiva posible. Por ello, ha venido invitando al Reino Unido desde hace mucho tiempo a que se acercase a la mesa negociadora con una buena solución. En caso de no hacerlo, se aplicaría directamente la conocida como “backstop solution”, que implicaría una frontera entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido (lógicamente algo indeseado por parte británica).
Recientemente ha llegado una propuesta desde Londres. Theresa May, tras la grave crisis post-Chequers (con dimisiones de David Davis y Boris Johnson incluida), ha decidido hacerse con las riendas de la situación y ha puesto tras de sí a todo el Gabinete a defender el “White Paper” presentado hace apenas un par de semanas. Como ya he comentado en alguna otra ocasión, este documento es, sin duda, un paso adelante, aunque no suficiente para la UE. El problema con él es doble: por un lado, traspasa de forma clara las líneas rojas de la Unión Europea (dividiendo las indivisibles cuatro libertades fundamentales); y por otro, la solución aduanera que plantea para arreglar la cuestión de Irlanda no es realista.
La situación tras la presentación del documento británico ha sido analizada profusamente. Uno de los que le han dedicado parte de su tiempo ha sido Timothy Garton Ash, quien ha escrito un provocador artículo en The Guardian. En dicho artículo pretende iniciar un debate sobre las consecuencias de un Brexit sin acuerdo o con un acuerdo que se considerase humillante para el Reino Unido. Para ello, traza un paralelismo con la situación vivida por la República de Weimar ante los términos del acuerdo con el que los aliados castigan a Alemania tras el fin de la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, la situación no es ni de lejos la ocurrida hace ya 100 años. Ahora no ha habido una guerra, sino una decisión unilateral de abandonar un proyecto compartido. Paradójicamente, esta decisión no ha venido acompañada de una rápida y clara visión por parte del Reino Unido acerca de cómo pretendía que se articulase la relación entre las partes en el futuro. Dos años ha tardado este documento en llegar. La UE por su parte, necesitó únicamente unos meses para definirse. Y ha mantenido desde entonces su posición de manera coherente: ofreciéndole al Reino Unido caminar juntos hacia un acuerdo de libre comercio similar al existente con Canadá (muy ambicioso, pero respetando la simple premisa de que al situarte fuera de la UE no puedes tener algo mejor que estando dentro) o un acuerdo similar al existente con Noruega (miembro del Espacio Económico Europeo), dependiendo únicamente de la voluntad británica de formar o no formar parte del Mercado Interior y la Unión Aduanera. Todo ello con diversos añadidos para cuestiones de seguridad, defensa y política exterior, entre otros.
No parece lógico que ninguna de estas ofertas pueda ser catalogada de humillación, aunque el Gobierno británico apuesta por otro tipo de Brexit, de acuerdo a su gusto (e incompatible con las premisas de la UE). Mientras tanto, los más ardientes brexiteers se frotan las manos ante la posibilidad de llegar a un escenario de salida sin acuerdo, en el que el Reino Unido no tenga que cumplir ningún compromiso con la UE. Y es aquí donde Garton Ash sí que no erra al prevenir del desastre que sería un cierre en falso de la salida británica. Todos los puentes se romperían. Y con ello, se produciría una pérdida absoluta de confianza entre las partes. Sin renunciar a sus líneas rojas, la Unión Europea tiene que ser plenamente consciente de los graves riesgos de ese escenario. Un nuevo juego del gallina se avecina… y veremos si es el Reino Unido o la UE quien acaba desviando su trayectoria.