El pasado día 7, el presidente Joe Biden terminó por dar luz verde a la entrega de bombas racimo a Ucrania. Es el mismo presidente que se proclama como principal defensor de un orden internacional basado en reglas, aunque en la práctica son numerosos los casos en los que Washington se salta esas reglas cuando no están en consonancia con sus intereses. También es el mismo que sostiene que no todo vale en la guerra, aunque, al igual que muchos más, sólo use ese argumento para criticar a otros cuando violan las normas más básicas del derecho internacional, pero no cuando (siempre alegando poderosas razones de seguridad nacional) es el propio EEUU quien lo hace.
En defensa de su decisión la Casa Blanca aduce, y es cierto, que no contraviene ningún compromiso adquirido. En efecto, aunque hoy ya hay más de 120 países que se han comprometido, en el marco de la Convención sobre Bombas de Racimo (Dublín, 2008), a no usar, transferir, fabricar o almacenar ese tipo de artefactos, EEUU no figura entre ellos, como tampoco Ucrania, Rusia y China. Por otro lado, Washington entiende que ante el peligro de que las unidades ucranianas se queden sin munición para mantener el empuje actual de su contraofensiva, y menos aún para poder lanzar los ataques masivos que deberían romper las líneas de defensa rusa en el territorio ucraniano que mantiene bajo su control, no queda más opción que entregarles esas armas por muy polémicas que sean. La cruda realidad muestra que ni los aliados de Kyiv disponen de suficientes reservas para mantener el ritmo actual de suministro ni los fabricantes (públicos y privados) de munición son capaces de atender la demanda a corto plazo. En consecuencia, parecería obligado echar mano de lo que hay ahora mismo en stock para cubrir una necesidad perentoria, sin detenerse en cuestiones éticas o de imagen, aun a sabiendas que la decisión tiene un cierto coste.
En defensa de su decisión la Casa Blanca aduce, y es cierto, que no contraviene ningún compromiso adquirido.
Por si eso no fuera suficiente, también se pretende salir al paso de las críticas con el argumento de que Rusia también las está empleando con frecuencia. Una afirmación aberrante, no porque no sea cierto que Moscú las emplea en el contexto de tantos crímenes de guerra como los que están cometiendo las tropas rusas, sino porque, tirando de ese hilo, se estaría indicando que para enfrentarse a los talibanes o a cualquier grupo terrorista, efectivamente, vale usar sus mismos métodos sin reparar en lo que determine el ordenamiento legal internacional sobre el uso de la fuerza letal. Igualmente forzada es la insistencia en que las bombas que finalmente se suministren serán las que registran el menor porcentaje de fallos tras su lanzamiento. Interesa recordar que la citada Convención se logró aprobar como respuesta a los efectos indiscriminados y de larga duración que se derivaban del considerable porcentaje de submuniciones que quedaban sin explosionar tras su lanzamiento (habitualmente mediante un proyectil convencional de artillería o desde el aire). Eso supone un peligro muy real para la población civil, incluso mucho tiempo después de que haya finalizado el conflicto. Se nos dice que mientras que las bombas que normalmente emplea Rusia presentan hasta un 40% de fallos de este tipo, las estadounidenses parecen haberlo reducido hasta un 2,35%. Un porcentaje que, en cualquier caso, está lejos de solucionar el problema
Y por si todo eso no bastara para evitar lo que, como mínimo, debe ser considerado un paso en falso, todavía cabe añadir que, militarmente, el uso de dichas bombas en ningún caso cabe imaginar que vayan a ser determinantes por sí solas para el desarrollo del conflicto. De hecho, no hay ningún registro histórico en ninguno de los innumerables conflictos en los que han sido empleadas, desde que aparecieron en el campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial, que demuestre su carácter resolutivo. En situaciones de enfrentamiento a campo abierto es cuando pueden causar mayores bajas en las fuerzas enemigas, si éstas actúan al descubierto; pero pierden eficacia con tropas suficiente protegidas en vehículos blindados o acorazados, así como en posiciones defensivas bien diseñadas. Por el contrario, en combate en localidades (como cabe imaginar que ocurrirá en no pocos casos en Ucrania) aumenta exponencialmente el riesgo para la población civil, tanto durante el choque armado como posteriormente.
Por cierto, Ucrania se compromete a no usarlas en territorio ruso, autolimitándose a emplearlas tan solo en la defensa de su país y en el intento por recuperar su integridad territorial. ¿Basta con eso? ¿Finalmente hay que aceptar que todo vale?