Recientemente se hizo pública una encuesta de Cies-Mori, publicada por el diario cruceño El Deber, sobre la intención de voto de los bolivianos de cara a las cruciales elecciones presidenciales del próximo 3 de mayo. En ellas se decidirá nada más ni nada menos que el futuro del país, especialmente tras las denuncias de fraude electoral a la hora de garantizar una nueva reelección de Evo Morales y de su traumática renuncia.
En torno a este punto giran dos problemas iniciales. El primero, ¿quién será el nuevo o la nueva presidente de Bolivia? Y el segundo, y casi tan importante como el anterior, ¿reconocerán los perdedores, con independencia de quienes sean, el triunfo de sus adversarios políticos, o, en nueva pirueta retórica a la que estamos tan acostumbrados, los volverán a convertir en enemigos irreconciliables a los que hay que negar el pan y la sal?
Los resultados de la encuesta más arriba señalada vienen a poner precisamente el dedo en la llaga. Según los datos publicados, el candidato más votado sería el ex ministro de Economía Luis Arce, el político del MAS seleccionado directamente por Evo Morales como la cabeza de fórmula más idónea para intentar recuperar el poder. Arce obtendría un 31,6% de los votos, prueba evidente del sólido, aunque no mayoritario, respaldo popular del MAS entre la población boliviana.
La encuesta también muestra como la fragmentación del voto castiga a la antigua oposición, es decir al centro y a la derecha política. Esto es así a tal punto que a continuación de Arce, aunque a bastante distancia, se encuentra el ex presidente Carlos Mesa, de Comunidad Ciudadana, y gran protagonista de la anterior elección con solo el 17,1% de los votos. Su modesto resultado se debe a que hay varios candidatos alternativos que compiten entre si por el segundo puesto y, de ese modo, pasar a la segunda vuelta. Este grupo lo encabeza la actual presidenta interina Jeanine Añez, al frente de la coalición Juntos, que obtendría el 16,5, un pobre resultado teniendo en cuenta su paso por el poder y su nada oculto deseo de encabezar un claro y rotundo proceso de desmasificación, es decir, de borrar buena parte del legado del MAS y de Morales.
Más atrás y en cuarto lugar se sitúa el líder cívico Luis Camacho con el 9,6%, el responsable de la oposición más dura e incluso más violenta contra el gobierno saliente. A mayor distancia siguen otros candidatos, incluyendo el magro 1,6% cosechado por el ex presidente Jorge “Tuto” Quiroga, que con claros fines electorales intentó en su momento apelar al sentimiento nacionalista de los bolivianos durante la crisis diplomática vivida con España en diciembre pasado.
Simultáneamente a los comicios presidenciales de mayo también habrá que elegir a los representantes del nuevo parlamento. Y es aquí donde gracias a la fragmentación del centro y de la derecha, el MAS aspira a conquistar una amplia mayoría en ambas cámaras que le permitiría recuperar parte del protagonismo y condicionar la gobernabilidad futura en caso de no conquistar el gobierno. Es este sentimiento, mezcla de debilidad e incertidumbre y de constatación del riesgo que se corre si se persiste en fragmentar el voto, lo que llevó a Camacho a ofrecer su renuncia como candidato si eso favorece la elección de un cabeza de lista de amplio consenso entre las fuerzas que se reclaman democráticas.
De forma sistemática la que hasta ayer era la oposición boliviana se quejaba de las constantes muestras de exceso de autoridad y de las sistemáticas violaciones de la legalidad por parte del gobierno del MAS. Esas creencias bastante generalizadas entre un sector importante de la población llevaron a hablar, tras la renuncia de Morales, del fin de la dictadura masista y del comienzo de una primavera boliviana que aportaba señales renovadas del regreso a la democracia.
El gran dilema que tienen por delante las llamadas fuerzas democráticas bolivianas es que harán si el MAS gana en mayo, en unas elecciones controladas por el gobierno interino, lo que a priori debería excluir cualquier sospecha de fraude. En ese caso quedaría claro donde están las mayorías nacionales. Sin embargo, nada dice que este sea el desenlace, dada la posibilidad de concentrar todo el voto antimasista, hoy por hoy mayoritario, de cara a una segunda vuelta.
Precisamente, la legislación boliviana establece que si un candidato presidencial no supera el 50% de los votos, pero al menos alcanza el 40% y tiene una diferencia de más de 10 puntos porcentuales respecto al segundo, se impone en primera vuelta sin alcanzar la segunda. Con los datos de la encuesta en la mano y descontando los votos nulos y blancos, Arce podría superar el 37%, poniéndose a solo tres puntos del mítico umbral del 40%. De mantenerse la división de la anterior oposición se podría plasmar esa diferencia porcentual que le permitiera al candidato del MAS evitar el balotaje.
En la situación actual, priman a ambos lados del espectro político sólidas ansias de revancha y el deseo de imponer a los demás los propios puntos de vista. Los radicales de ambos bandos dificultan la recomposición de los consensos mínimos para avanzar en la democratización del país. Por eso es importante que el nuevo gobierno sea capaz no solo de acabar con los caudillismos mesiánicos sino también que evite hacer tabla rasa con el pasado y liquide los grandes logros de la etapa masista. El recuerdo de lo ocurrido en Argentina con la llamada “Revolución libertadora” que derrocó a Perón en 1955 y quiso destruir su legado y borrar de la faz de la tierra todo cuanto sonara a peronismo debería hacer pensar a más de uno. Especialmente cuando 65 años después hay otra vez más un nuevo presidente peronista ocupando la Casa Rosada.