Cuando Joe Biden se convirtió en vicepresidente de EEUU en 2009, decenas de miles de tropas estadounidense luchaban contra la insurgencia talibán en Afganistán. La guerra allí era uno de los problemas más acuciantes para la nueva Administración Obama, y Biden se mantenía firme sobre una cuestión: los estadounidenses no estaban dispuestos a apoyar más la guerra. Más adelante, el vicepresidente mostraría sus reticencias ante el surge de Obama en el país asiático.
A punto de cumplirse veinte años de la presencia de EEUU en Afganistán, Biden vuelve a lidiar con la situación del país, esta vez como presidente. En un artículo de la primavera pasada en Foreign Affairs, Biden mencionó su intención de retirar la mayoría de las tropas estadounidense del país asiático, aunque apenas definió los intereses de EEUU en materia contraterrorista. Tampoco hizo mención a la situación en Afganistán o a planes futuros en los recientes discursos del presidente en el Departamento de Estado y en el Pentágono. Y sin embargo, es la primera gran prueba de fuego de su política exterior.
Joe Biden debe tomar una rápida decisión: cumplir o no con el acuerdo firmado por la Administración Trump y los talibanes en febrero de 2020. No es un acuerdo de paz, sino un acuerdo de retirada total de las tropas estadounidenses antes de mayo de este año. A cambio, los talibanes se comprometen a negociar con el gobierno afgano una hoja de ruta, y a impedir que al-Qaeda y otros grupos terroristas utilicen Afganistán como base de operaciones.
El calendario es muy ajustado, no solo por la fecha límite de mayo sino por la próxima reunión de ministros de Defensa de la OTAN, en la que los aliados querrán saber cuál es el futuro de la presencia militar de EEUU en el país. Permanecen aún 2.500 efectivos, algunos de los cuales llevan a cabo operaciones especiales, mientras que el resto asiste y asesora a las fuerzas de seguridad del país como parte de la operación Resolute Support de la OTAN. Y por primera vez en estos veinte años, hay más tropas de países aliados y socios en Afganistán que estadounidenses. Pero, a pesar de su escaso número, siguen llevando a cabo importantes funciones, como las labores de inteligencia y el apoyo aéreo a las fuerzas afganas, sin olvidar los 4.800 millones de dólares anuales al país para cuestiones de seguridad.
La decisión, por lo tanto, tendrá un impacto en sus socios y aliados, con los que la nueva Administración se esfuerza por reconstruir los lazos. Pero no solo. EEUU debe evaluar la situación teniendo en cuenta los imperativos estratégicos, geopolíticos y domésticos. La decisión final también tendrá un impacto en el legado de la invasión estadounidense que, según datos oficiales, ha costado al país más de 800.000 millones de dólares y más de 24.000 vidas estadounidenses. Dirá mucho de lo que se puede esperar de EEUU en el futuro próximo.
La presencia de tropas estadounidenses en Afganistán sigue teniendo el mismo objetivo prioritario desde el 11-S, es decir prevenir otro ataque terrorista en suelo de EEUU, y evitar atentados contra ciudadanos estadounidenses y contra sus aliados. A éste se suma la necesidad de asegurar que la situación en Afganistán no desestabilice Pakistán ni la región.
En un segundo nivel de objetivos está tener un gobierno afgano que no sea hostil a EEUU y, por qué no, que tampoco esté dominado por una potencia externa como puedan ser Irán, China, o Rusia (con lo que Afganistán entraría a forma parte de la competición geopolítica actual). Una relativa independencia de Afganistán podría lograrse con una pluralidad política, un cierto desarrollo económico y una mejora sustancial de los derechos humanos y de la situación de las mujeres. Todos ellos se convierten, así, en objetivos relevantes porque reflejan los valores de EEUU –y más aún con la nueva Administración– y porque repercuten en una mayor estabilidad del gobierno. Si el proceso político y económico es pluralista, inclusivo y responsable, además aumentaría la legitimidad de EEUU y la efectividad de sus políticas en otros lugares. Pero, a día de hoy, el objetivo de un país estable y democrático donde los talibanes han sido derrotados parece más lejano que en 2002. Y todo ello hace que la decisión final sea aún más difícil.
A la espera de revisar todos los anexos secretos del acuerdo de febrero de 2020, que está descubriendo la nueva Administración, las opciones que tiene EEUU son principalmente tres: cumplir con la fecha negociada con los talibanes; extender la fecha al menos seis meses para retirarse sobre el mes de diciembre, cuando acaba la época del año en la que hay más combates; o tratar de negociar algo diferente. La primera parece descartarse para evitar una retirada sin racionalidad estratégica. Entre las otras restantes, la pregunta es cuál de las dos opciones puede acercarse más a una vía que sea sostenible y con resultado duradero, que se acerque a un Afganistán en paz consigo mismo y con sus vecinos.
La idea en el gobierno de Biden es que lo talibanes no han cumplido con los compromisos del acuerdo, porque no han roto sus lazos al-Qaeda y porque, aun conteniendo los atentados contra las fuerzas estadounidenses, los ataques a las fuerzas de seguridad afganas y a los civiles han crecido exponencialmente. Ante su incumplimiento, parece factible reclamar una extensión del plazo o forzar para que las negociaciones entre los talibanes y Kabul salgan del estancamiento. Pero no es seguro que los talibanes lo acepten, ahora que se ven ganadores.
EEUU se juega mucho en Afganistán: su reputación a la hora de lograr objetivos; la confianza de sus aliados tanto en OTAN como fuera de la organización después de años persuadiéndoles para que permanecieran involucrados; y la credibilidad sobre la sensatez estratégica de EEUU, y sobre su capacidad para evaluar y adaptarse a los cambios geopolíticos y al entorno doméstico.
Desde que Biden dejó la vicepresidencia en 2016, el problema afgano no ha ido a mejor, a pesar de que el compromiso de EEUU se ha reducido. No hay opciones fáciles pero quizás las claves estén en el sacrificio, la visión y el compromiso de la nueva Administración con los estadounidenses, con los aliados y con los propios afganos.