La posverdad es un término que ha hecho fortuna en los últimos años, ligado principalmente al ascenso, electoral o mediático, de lo que se ha venido en llamar populismo. Sin embargo, la posverdad no es una novedad de este siglo porque en la literatura del siglo XX se encuentra muy viva. Hubo escritores, de los que no dejaron apagar su conciencia, que denunciaron las falsedades y medias verdades edulcoradas desde el poder político. Todo el mundo conoce a George Orwell y su denuncia de cómo el lenguaje puede corromper el pensamiento, aunque solo unos pocos han oído hablar del escritor ruso Sigizmund Krzhizanovsky (1887-1950). Le llamamos escritor ruso, aunque había nacido en Kiev de una familia polaca, y no pudo publicar nada en vida tanto a causa de la férrea censura estalinista como por las penurias materiales derivadas de la II Guerra Mundial. Sus libros empezaron a publicarse en 1989, cuando el sistema soviético tocaba a su fin, y han encontrado un inesperado eco en las versiones en inglés de New York Review Books. Esta editorial tradujo recientemente una de sus mejores novelas, The Return of Munchausen, la vuelta de aquel barón del siglo XVIII con un puesto permanente en la literatura infantil, con fama de cabalgar sobre una bala de cañón, viajar a la Luna o sacarse a sí mismo de una ciénaga tirando de su coleta. Pero el barón revivido por Krzhizhanovsky no nos ofrece esas aventuras inverosímiles y disparatadas. Se limita, sobre todo, cuestionar la realidad e imponer su particular versión sobre ella. Lo hace en la época en que se escribió el libro, entre 1927 y 1928, y nos traslada desde el país de los soviets a la Alemania de Weimar pasando por la Gran Bretaña de la primera posguerra mundial.
Ni que decir tiene que los críticos de Donald Trump han aprovechado la aparición de este libro para relacionar al presidente americano con el barón de Munchausen, lo que permitiría presentar al personaje real y al imaginario como dos cualificados representantes de la posverdad. En realidad, antes de la llegada de Trump, Munchausen y sus distorsiones de la realidad siempre han estado presentes en la política y en la sociedad. Con todo, la posverdad vive hoy una época dorada porque muchas personas tienen una fe sin límites en los poderes de su propia imaginación. Surge así un escenario idóneo para las medias verdades o las realidades virtuales que triunfan en la sociedad y a los que tampoco escapa el mundo de la política en el que el objetivo final parece ser contar con el mayor número posible de votos y adhesiones, captados no tanto desde las esferas de lo razonable o de la búsqueda del interés general sino desde la de las emociones más primarias.
El estilo de Krzhizhanovsky es una mezcla de los horrores de Hoffmann, Poe y Stevenson, del humor extravagante de Gogol, de las fantasías cientificistas de Wells y de la ironía excéntrica de Chesterton, y tampoco desentonaría con las Ficciones de Jorge Luis Borges. Pero más allá de sus valores literarios, The Return of Munchausen también es de utilidad para entresacar algunas reflexiones aplicables a este tiempo de la posverdad. Tal y como afirma Timothy Snyder, la historia, y en este caso la literatura, no se repite, pero sí alecciona. Bastarán estas tres muestras.
¿Quién es la verdad y quién es la falsedad?
Munchausen se topa en la catedral de San Pablo de Londres con dos figuras alegóricas en el monumento del duque de Wellington. Representan la verdad y la falsedad. Esta última tiene una lengua muy larga, pero la verdad le aplasta el pecho con su pie. El escultor victoriano tenía muy claro quién era quién, aunque no así Munchausen capaz de variar, según sus interlocutores, la identificación de las dos esculturas. Hoy nos dirá una cosa y mañana otra diferente. De ahí que el barón asegure quien bien podría ser la falsedad ese joven de mirada altiva que oprime a la otra figura, una verdad sin ningún rasgo de belleza, y acalla las palabras proferidas por su enorme lengua. Tenemos aquí un claro ejemplo de rechazo del pensamiento crítico, o lo que es peor, de negación de lo evidente. ¿Se construyó el muro de Berlín para defender a la República Democrática Alemana de una posible invasión o para evitar que sus ciudadanos huyeran a Occidente? Es un clásico ejemplo de cómo un poder totalitario fabrica una verdad a su medida y la repite mecánicamente para que la gente la asimile. Si alguien se atreve a desenmascararlo, le repetirá, sin argumentos, esa conocida pregunta de Pilato, que no aguarda respuesta: “¿Qué es la verdad?”. Esta pregunta, si algún político tuviera la desfachatez de formularla, no es una manifestación de relativismo o de agnosticismo. Es simplemente cinismo.
Mendace veritas
“En la falsedad, la verdad”, dice este adagio latino. Esta cita le sirve a Munchausen para cuestionar a un maestro de la razón como Immanuel Kant, nacido como el barón en la prusiana Koenigsberg. El filósofo y el barón fueron contemporáneos y, por cierto, ambos tienen una estatua en la actual Kaliningrado, que ya no forma parte de la Prusia oriental sino de Rusia. Si las estatuas estuvieran juntas, bien podría afirmarse, dentro de unos límites, que una representa a la falsedad y otra a la verdad, aunque desgraciadamente hoy no todos tendrían claro quién es quién. De hecho, en la novela de Krzhizhanovsky, Munchausen se compara a sí mismo con Kant. Este filósofo afirmaba que solo podía ser fuente de conocimiento aquello que había aprendido por medio de su experiencia. En cambio, el barón huye de esa “rigidez” y presenta su experiencia como fuente de conocimiento para otros. Esto significa abrir el camino para la política y la sociedad espectáculo, en las que la fantasía, ahora calificada de “creatividad”, se libera de las leyes de lo posible. Las cosas no se ajustarán a lo real, aunque eso poco importa. Con Munchausen y sus seguidores, la verdad ha dejado de ser fáctica para transformarse en oracular. No es extraño que en la sociedad internacional, el optimismo kantiano de la posguerra fría se haya desvanecido. Es el turno de Munchausen o de Humpty Dumpty, creado por Lewis Carroll, que afirman que las palabras solo significan lo que ellos digan.
Los acontecimientos solo suceden a medias
Munchausen conversa con un matemático, Wilkie Dowly, un apasionado defensor de la lógica y de la teoría de probabilidades, que considera de aplicación universal. Sin embargo, el barón no cree en tales certezas y llega hasta el extremo de poner en duda algo tan evidente como que los acontecimientos sucedan o no sucedan. Por el contrario, afirma que los acontecimientos solo suceden a medias. Eleva su opinión a la categoría de verdad. Dowly le replica que debe dejarse de metáforas y reconocer las realidades sustanciales. El barón no le hará caso porque su teoría sirve para proclamar la ruptura del vínculo del ser humano con el mundo. Es el triunfo de la soberanía del yo que desconfía de la razón y se entrega a sus propias emociones. De este modo, la confianza en el conocimiento, particularmente en el histórico, ha desaparecido. La opinión instrumentaliza los hechos para justificarse a sí misma. Cuando esto sucede, languidece el espíritu crítico y nuestras democracias se transforman, en incisiva expresión de Daniel Innerarity, en bazares de la simplicidad.