De toda la bibliografía de autores españoles relacionada con la OTAN, creo recordar que solo existe un libro que consigue relacionar con gran acierto la historia, la geopolítica y el Derecho Internacional. Se trata de El Pacto del Atlántico. La tierra y el mar frente a frente, de Camilo Barcia Trelles (1888-1977), publicado hace ahora setenta años. El paso del tiempo ha confirmado las reflexiones e intuiciones de su autor, a pesar de que había pasado apenas un año desde la firma del Tratado de Washington, el 4 de abril de 1949. Es un libro reducido hoy a las bibliotecas o al comercio de segunda mano, pero su lectura sigue siendo grata al ir acompañada su brillante erudición de un lenguaje ágil y sencillo, en el que no faltan interesantes referencias a artículos de la prensa norteamericana y europea de la época.
Tras su lectura, se confirma que hay cosas que no han cambiado con el paso de los años: el dilema de EEUU entre sus raíces aislacionistas y su transformación forzosa en superpotencia mundial; las reticencias de Gran Bretaña a insertarse en la Europa continental y su visión idealizada y poco realista de la Commonwealth; la búsqueda de Europa de un lugar propio en el mundo a partir del distanciamiento de las potencias anglosajonas…
De estos temas, y no solo del Tratado de Washington, nos habla Barcia Trelles, uno de los más importantes internacionalistas españoles, defensor y difusor de las enseñanzas de Francisco de Vitoria y de otros ilustres representantes del Derecho de Gentes, que, durante el período de entreguerras, parecieron revivir con la aparición de destacadas organizaciones internacionales y el fomento de la cooperación entre los Estados como instrumento indispensable para la paz. En sus dos últimas décadas de vida académica, Barcia Trelles fue catedrático de Derecho Internacional Público en la Universidad de Santiago de Compostela, aunque en aquellos años de posguerra tuvo que soportar recelos y sospechas porque un hermano suyo había sido ministro durante la Segunda República. Sin embargo, el autor nunca fue un doctrinario sino un hombre de sentido común y, sobre todo, un profundo conocer de la historia y psicología de los estadounidenses, pues desarrolló algunos años de actividad académica en EEUU.
Mi relectura de El Pacto del Atlántico guarda también relación con unas recientes declaraciones del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, sobre el futuro inmediato de la Alianza. En su opinión, se trata de la mayor alianza del planeta, y la única capaz de hacer frente al imparable progreso tecnológico, económico y militar de China. Es otro indicio de cómo la crisis de la COVID-19 ha despertado muchas inquietudes acerca del gigante asiático, con un aumento de la desconfianza, que algunos han calificado de nueva Guerra Fría. En el caso de la OTAN se cumple aquello de que toda alianza necesita de un adversario. En los últimos años parecía ser un terrorismo islamista de perfiles mal definidos o la Rusia de Putin de limitado alcance geopolítico. Faltaría un adversario de mayor envergadura y en esta categoría solo entra China.
La consideración de una amenaza global lleva a Stoltenberg a promocionar más los aspectos políticos que los militares de la OTAN, lo que supondría hacer énfasis en el muchas veces olvidado artículo 2 del Tratado que, entre otras cosas, llama al refuerzo de los Estados de “sus instituciones libres, asegurando una mejor comprensión de los principios en que se basan estas instituciones y promoviendo las condiciones adecuadas que favorezcan la estabilidad y el bienestar“, para añadir finalmente que “tratarán de eliminar conflictos en sus políticas económicas internacionales y estimularán la colaboración económica entre varias o todas las Partes”. Este artículo ha sido conocido como el artículo canadiense, dado el interés de la diplomacia de este país, al inicio de la Guerra Fría, en establecer un pacto que fuera mucho más allá de una simple alianza contra la amenaza soviética. Antes bien, debía ser el punto de arranque de una comunidad o federación del Atlántico Norte, un marco de cooperación entre las democracias occidentales, particularmente en aspectos económicos o culturales. El objetivo era contribuir a originar un sentimiento de pertenencia o identidad entre sus miembros. Participaba del mismo enfoque funcionalista que hizo surgir varias organizaciones internacionales en los años de posguerra, como las propias Comunidades Europeas.
Sin embargo, algún analista ha dicho que la propuesta de Stoltenberg es para un mundo que todavía no existe. Cuesta creer que Donald Trump, y menos aún Boris Johnson, estén por la labor de patrocinar una comunidad atlántica. Por el contrario, el aislacionismo que, según Barcia Trelles, es el otro nombre del unilateralismo, no se plantea ningún tipo de unidad de acción, y no parece importarle la afirmación del secretario general de la Alianza de que, ante un país de la envergadura de China, ni siquiera EEUU es lo suficientemente grande para hacerle frente. Pese a todo, Stoltenberg hace un llamamiento a potenciar la dimensión política de la OTAN, un foro global de participación de europeos y norteamericanos.
Este debate me ha animado a la repasar el libro de Camilo Barcia Trelles. Este catedrático había vivido de cerca el tradicional componente aislacionista de la política exterior estadounidense, más allá de la discutida y un tanto hueca Doctrina Monroe, y tampoco le resultaba extraño el consabido eslogan America First, difundido por el presidente republicano Warren Harding desde 1920 y que el demócrata Franklin D. Roosevelt no se ocupó de cuestionar. Por eso, el Pacto del Atlántico le resultaba a Barcia Trelles algo fuera de lo común y ajeno a la historia estadounidense, aunque fue impulsado por la Administración Truman, persuadida de que la nueva frontera de EEUU se encontraba en Europa central o en el sureste asiático. Sin embargo, tuvo que vencer las reticencias del Congreso, empeñado hasta el último momento de devaluar las exigencias de una alianza tradicional, para sacar adelante el Pacto.
Barcia Trelles y el Tratado de Washington
En su análisis exhaustivo del Tratado, Barcia Trelles destaca, entre otras peculiaridades, que esta alianza sui generis no garantiza una respuesta inmediata a un ataque armado. Cualquier experto considera el artículo 5 como la esencia del Tratado, pues allí se habla de dicha respuesta, y se acuerda que las partes asistirán a la parte o partes atacadas, adoptando seguidamente, individualmente y de acuerdo con las otras partes, las medidas juzgadas necesarias, incluso el empleo de la fuerza armada para restablecer y mantener la seguridad en la región del Atlántico Norte. Nuestro autor matiza que se evita el término agresión y se emplea el de ataque armado, si bien no se define. En cualquier caso, la respuesta dada es flexible y queda al criterio de cada uno de los aliados, aunque no supone necesariamente el empleo de la fuerza armada. Según Barcia Trelles, estas limitaciones solo se explican por las reticencias de un poder legislativo, el estadounidense, muy poco favorable a compromisos permanentes con el exterior. Persistía aún el recuerdo del rechazo por el Senado del Pacto de la Sociedad de Naciones. Con todo, las reticencias no terminan ahí, pues en el artículo 11 se señala que las disposiciones del Tratado serán aplicadas conforme a los preceptos constitucionales respectivos. Un ejemplo más de cómo el legislativo podría tratar de obstaculizar la acción del ejecutivo.
Lo anteriormente expuesto me lleva a preguntar por qué nunca se invocó el artículo 5 durante la Guerra Fría. La respuesta habitual sería la de por evitar una guerra nuclear, pero lo que es evidente que su invocación hubiera estado plagada de dificultades, dada la complejidad de matices contenida en el precepto. Es cierto que el artículo fue activado tras los atentados terroristas del 11-S, aunque la Administración Bush descartó la ayuda europea, bien por juzgarla poco eficaz para sus propósitos o simplemente por considerar que aquel asunto solo concernía a los estadounidenses.
Una de las tesis del libro de Barcia Trelles es que, con el establecimiento de la OTAN, EEUU se propuso sustituir su aislacionismo del período de entreguerras por una resurrección del equilibrio entre las potencias, si bien Woodrow Wilson había atribuido al principio de equilibrio el origen de varios siglos de guerras en Europa. Nuestro autor destaca, con buen criterio, que todo equilibrio es por definición inestable y que no es garantía de paz, pues no responde a criterios de justicia. Pero además tampoco veía mucho futuro en una estrategia, la de la Alianza Atlántica, basada en la contención. De hecho, Barcia Trelles no compartía los planteamientos de George S. Kennan, aunque la historia diera la razón a este último al asegurar que el comunismo soviético caería víctima de sus propias contradicciones. Consideraba el catedrático que una alianza no debía de limitarse a reaccionar a las acciones del adversario, pues esto suponía dejar la iniciativa a la URSS. Barcia Trelles tampoco hubiera estado de acuerdo con la teoría del fin de la historia y con que la paz mundial se aseguraría por la universalización de la democracia. Subrayaba que la democracia, al igual que el comunismo, podía tener un enfoque diferente al ser trasplantada a otras latitudes.
Por lo demás, nuestro autor habría considerado poco realista el establecimiento de una comunidad atlántica o simplemente el poner el acento en los aspectos no militares de la OTAN partiendo del artículo 2. En este sentido, la propuesta de Stoltenberg no deja de ser una loable declaración de intenciones, que se encontraría con la falta de voluntad política de EEUU, Gran Bretaña y Francia, entre otros países.