Un año y cuatro meses antes de los atentados terroristas que tuvieron lugar –separados entre sí por menos de nueve horas– en Barcelona y Cambrils los días 17 y 18 de agosto de 2017, un Eurobarómetro especial del Parlamento Europeo mostraba cómo el riesgo de que algo así ocurriese en España era elevado para el 39% de los ciudadanos entrevistados en el conjunto de nuestro país. Otro 49% opinaba que existía algún riesgo. Sólo un 8% percibía que el riesgo era bajo. Oficialmente, la alerta antiterrorista en España estaba activada a un nivel alto (4 en una escala de 1 a 5) desde finales de junio de 2015. Esas percepciones sociales y esta directriz institucional obedecían en buena medida a la serie de actos de terrorismo relacionados directa o indirectamente con Estado Islámico que desde 2014 se habían producido en países de nuestro entorno como Francia, Bélgica, Alemania y el Reino Unido. Actos de terrorismo que eran, a su vez, un corolario de la inusitada movilización yihadista que estaba teniendo lugar en Europa Occidental desde el inicio de la guerra en Siria.
“Ahora hay lecciones que aprender: acerca de la valoración del fenómeno yihadista, sobre una actuación policial efectiva y coordinada, o respecto a la resiliencia social ante el terrorismo”.
España no estaba entre las naciones europeas más afectadas por dicha movilización yihadista, que son aquellas donde las poblaciones musulmanas están, a diferencia de casos como el español o el italiano, principalmente constituidas por segundas generaciones, es decir, por descendientes de inmigrantes procedentes de países islámicos. Estas segundas generaciones han resultado más vulnerables a la propaganda emitida por Estado Islámico. Pero un estudio realizado por el Programa sobre Terrorismo Global del Real Instituto Elcano, publicado 13 meses antes de los atentados en Barcelona y Cambrils, subrayaba que tanto los 124 detenidos dentro del territorio español entre junio de 2013 y mayo de 2016 por su implicación en actividades relacionadas con Estado Islámico, como igualmente los 160 combatientes terroristas extranjeros que hasta entonces habían salido de España con destino a Siria, eran cifras suficientes para advertir sobre la amenaza que para nuestro país suponía esa organización yihadista, constituida a partir de la que hasta febrero de 2013 fue la rama iraquí de al-Qaeda y luego rival de ésta por la hegemonía de la yihad global.
Y es que no todas las posibles aproximaciones a un entendimiento de lo que sucedió en Barcelona y Cambrils hace un año son ex post facto. Nuestro estudio, aparecido en julio de 2016, situaba a Cataluña como primer escenario de la movilización promovida en España por Estado Islámico. Mostraba, además, que muchos de los detenidos en España por actividades relacionadas con esta organización yihadista, básicamente hombres jóvenes nacidos en Marruecos y –aunque en menor medida– dentro de España, pertenecían ya al segmento social de las segundas generaciones. Revelaba, por otra parte, que una amplia mayoría de ellos se había radicalizado a partir de 2012, en contacto físico con un agente de radicalización y junto a otros individuos con quienes mantenían estrechos vínculos sociales previos. Finalmente, señalaba que, también casi en su totalidad, estaban implicados en compañía de otros y no en solitario. Más aún, hasta una tercera parte de los mismos estaban insertos en células, grupos o redes con capacidades operativas y voluntad de atentar en España.
En consonancia con todo ello, que era conocido más de un año antes de los atentados de agosto de 2017, estos ocurrieron precisamente en Cataluña y fueron perpetrados por miembros de una célula yihadista, formada en la localidad gerundense de Ripoll y alineada con Estado Islámico, que asumió como propios los actos de terrorismo en Barcelona y Cambrils, describiendo a los terroristas como sus soldados. Esa célula contó con la participación de al menos 10 hombres, incluyendo a un imán marroquí de 44 años de edad –Abdelbaki Es Satty– que fue quien actuó como agente de radicalización para los otros nueve integrantes de la misma, estos últimos de edades comprendidas desde los 17 hasta los 28 años y relacionados mutuamente por estrechos lazos afectivos de parentesco –entre ellos había cuatro parejas de hermanos, dos de las cuales eran primos entre sí–, amistad y vecindad. Ocho de estos nueve tenían, como el imán, la nacionalidad marroquí y sólo uno la española, pero todos ellos eran segundas generaciones, descendientes de inmigrantes marroquíes pero nacidos o crecidos en España.
Aún queda bastante por conocer sobre los actos de terrorismo ejecutados en Barcelona y Cambrils, así como sobre la célula yihadista que estuvo detrás de los mismos o la implicación individual que tuvo cada uno de sus miembros. Transcurridos casi seis meses desde la ejecución de aquellos, desde el Programa sobre Terrorismo Global ofrecimos un análisis de unos atentados que pudieron ser de magnitud y letalidad mucho mayores, pues los terroristas tenían previsto actuar en Barcelona –y probablemente también en París– mediante furgones o camionetas cargados con triperóxido de triacetona (TATP) u otras formas de utilización de este explosivo, pero optaron por la improvisación, al estallar la base de operaciones donde fabricaban el explosivo y desbaratarse de ese modo sus planes iniciales. Un año después cabe, sin embargo, reflexionar de nuevo sobre algunas lecciones pendientes. En primer lugar, acerca de los terroristas y su comportamiento; en segundo lugar, sobre lucha antiterrorista y cooperación policial; y, en tercer lugar, respecto a la resiliencia social ante el terrorismo y la prevención de la radicalización violenta.
Acerca de los terroristas y su modo de comportamiento
Yihadistas radicalizados y reclutados en Europa Occidental pueden, agrupados en células o redes donde no haya combatientes terroristas extranjeros, planificar y preparar atentados tan complejos y cruentos como los perpetrados con la participación de algún retornado. Sabemos que los integrantes de la célula de Ripoll no eran ni actores solitarios –es obvio– ni combatientes terroristas extranjeros retornados, aunque el considerable tamaño y los ambiciosos propósitos de la célula de Ripoll son inusuales si finalmente se tratara de un elenco yihadista sin conexiones internacionales. Pero existe la posibilidad de que pudiera haber estado en contacto con algún combatiente terrorista extranjero relacionado con Estado Islámico ubicado en una zona de conflicto, como parece afirmar, en base a la información proporcionada por un Estado miembro, el sexto informe del secretario general de Naciones Unidas sobre la amenaza de dicha organización yihadista, hecho público el 31 de enero de 2018.
La célula de Ripoll pone de este modo de manifiesto que los yihadistas activos en Europa Occidental mantienen su voluntad de llevar a cabo, en pequeños grupos bien inspirados o bien dirigidos por sus organizaciones de referencia basadas en el exterior, atentados con explosivos, incluyendo el uso de TATP, pero disponen de procedimientos menos sofisticados, igualmente efectivos, para provocar atrocidades, como vehículos sin bomba y cuchillos. En cualquier caso, es relevante la habilidad de los terroristas para improvisar su modus operandi, en el caso de verse obligados a ello, de acuerdo con los medios a que hayan tenido acceso.
Sobre lucha contra el terrorismo y cooperación policial
“(…) la investigación posterior a los atentados ha mostrado que se puede evitar la descoordinación y avala la iniciativa de crear un mecanismo de inteligencia judicial contra el yihadismo”.
Individuos como el imán Es Satty debieron haber recibido una especial atención por parte de las agencias de seguridad que en Cataluña cuentan con mandato antiterrorista, es decir, Mossos d’Esquadra, Policía Nacional y Guardia Civil. No sólo por su pasada presencia en círculos yihadistas –algo que era conocido por esos cuerpos policiales y el Centro Nacional de Inteligencia (CNI)– y su relación con congregaciones salafistas, tan extraordinariamente extendidas en Cataluña, sino también de las noticias sobre sus movimientos en una ciudad como la belga de Vilvoorde, una destacada bolsa de islamismo radical. Todo ello especialmente en el contexto de inusitada movilización terrorista en Europa Occidental desde 2012, y teniendo en cuenta la práctica del disimulo o taqiyyah de que pueden hacer hábil uso estos extremistas para evitar que sus verdaderas intenciones sean desveladas y sus movimientos detectados.
Una efectiva actuación policial de esa índole implica coordinación entre agencias, deficitaria cuando se produjeron los atentados de Barcelona y Cambrils. Una adecuada cooperación policial es posible a través del Centro de Inteligencia sobre Terrorismo y Crimen Organizado (CITCO) y, en otro ámbito, mediante la Unidad Nacional de Europol. Bajo autoridad judicial, la investigación posterior a los atentados ha mostrado que se puede evitar la descoordinación y avala la iniciativa de crear un mecanismo de inteligencia judicial contra el yihadismo. En agosto de 2017 la actuación policial estaba, asimismo, mermada por la insuficiente implementación de la legislación sobre control de precursores de explosivos o la inexistencia de protocolos formales para seleccionar imanes.
Respecto a la resiliencia social ante el extremismo violento
“(…) la sociedad española en general y la catalana en particular tienen otra lección que aprender, después de los atentados en Barcelona y Cambrils, sobre resiliencia frente al extremismo violento”.
Cuando tuvieron lugar los atentados de Barcelona y Cambrils, la sociedad catalana se encontraba ya profundamente dividida entre independentistas y quienes no lo son. La reacción social a esos actos de terrorismo reflejó esa fractura. Ello quedó de manifiesto en la manifestación celebrada en Barcelona el 26 de agosto de 2018. Pero también, como ocurrió en el conjunto de la sociedad española tras los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, en la difusión de hipótesis conspirativas que culpabilizan a un adversario político –en uno y otro caso, agencias del Estado– de atentados preparados y ejecutados por yihadistas, trasladando el debate sobre el desafío terrorista a otro sobre un conflicto político. Esto permite entender la brevedad del duelo colectivo por lo sucedido en Barcelona y Cambrils.
Pero la sociedad española en general y la catalana en particular tienen otra lección que aprender, después de los atentados en Barcelona y Cambrils, sobre resiliencia frente al extremismo violento. Aunque las segundas generaciones sean aún minoritarias entre la población musulmana en España, que nueve miembros conocidos de la célula de Ripoll provinieran de las mismas –como ocurre con seis de cada diez yihadistas detenidos en nuestro país entre 2013 y 2017– sugiere que entidades públicas y de la sociedad civil han de abordar las circunstancias que propiciaron su desarraigo y los factores que explican su adhesión al salafismo yihadista, para intervenir con acierto y de un modo coordinado a diferentes niveles de gobierno, en prevenir la radicalización violenta.