La llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos ha traído, contrariamente a quienes pronosticaban moderación, una línea política muy controvertida y divisiva. En materia exterior, sus escasas prioridades aparecen en la web de la Casa Blanca: derrotar a Daesh, reconstruir el Ejército estadounidense, cambiar la política comercial y “abrazar” la diplomacia. En este último aspecto, se dice algo especialmente relevante y que parece orientarse hacia la relación con Rusia: “(…) we do not go abroad in search of enemies, (…) we are always happy when old enemies become friends”.
Trump se encuentra más cómodo hablando con líderes “fuertes” (como Vladimir Putin) que débiles, y con naciones antes que con organizaciones internacionales. Ello pone en una situación difícil a la OTAN, a la que ha llegado a declarar “obsoleta”, pero también a la propia Unión Europea, tildada de “consorcio” por el presidente estadounidense. No olvidemos que Trump ha aplaudido hasta la extenuación el Brexit, que tiene buenas relaciones con aquellos que no creen en el proyecto comunitario y que amenaza con nombrar como embajador ante la UE a alguien que señala abiertamente que ésta no tiene futuro, ante lo que el Parlamento Europeo ya se ha mostrado enérgicamente en contra.
En principio, y por todo ello, la llegada de Trump es sinónimo de buenas noticias para Putin, quien lleva tiempo buscando desestabilizar a Occidente por diferentes vías y en distintos frentes. Primero fueron Georgia y Ucrania (lo que provocó sanciones en su contra). Ahora existen temores de que se produzcan injerencias en los distintos comicios europeos de 2017 (Países Bajos, Francia, Alemania) o incluso agresiones a los territorios de los países bálticos. Pero no olvidemos que Rusia también tiene intereses en los Balcanes Occidentales, muchas veces en contraposición a los de la Unión Europea. Lazos históricos, culturales y religiosos la unen con algunos países de la región, especialmente con la República de Serbia.
En la región balcánica la realidad es compleja. Si hay algo que hoy comparten Albania, Macedonia, Montenegro, Kosovo, Bosnia y Serbia es su perspectiva de eventual adhesión al club comunitario. No obstante, y desde el ingreso de Croacia en el club comunitario en 2013, apenas se han visto avances. Cierto es que las palabras de Juncker nada más comenzar su mandato no presagiaban un horizonte esperanzador, pero las tensiones en la región no han ayudado en absoluto a mejorar las perspectivas. De dichas tensiones, las más importantes son probablemente las existentes entre Kosovo y Serbia, que han llegado al extremo de casi causar un serio conflicto tras el reciente envío de un tren para hacer el trayecto Mitrovica – Belgrado con el lema “Kosovo es Serbia”. El diálogo esponsorizado por la Unión Europea, uno de los grandes hitos de la diplomacia comunitaria en los últimos años, no está pasando por sus mejores momentos, a pesar de los intentos de la Alta Representante. Y Kosovo teme porque la llegada de Trump acabe con su gran valedor a nivel internacional.
No son menores tampoco las tensiones existentes entre la propia Serbia y Croacia, país que, por ser parte de la Unión, tiene capacidad de veto sobre la entrada de cualquier candidato. Pero también hay conflictos internos en los propios países que quieren entrar en la UE. El ejemplo más evidente es el de Bosnia, donde de los polvos de Dayton quedan los lodos de hoy. La consolidación de la separación del país en comunidades étnicas con visiones casi irreconciliables no presagia nada bueno para el futuro. Menos aún a la luz de las tensiones generadas principalmente desde una Republika Srpska que, gobernada por Mirolad Dodik, no acata las decisiones tomadas por el Tribunal Constitucional del país.
Ante este tipo de situaciones la Unión Europea se siente muy incómoda. Además, teme que su capital político en la región acabe perdiéndose (cosa que bien pudiera suceder en el caso de no tomarse en serio y de forma proactiva el reto al que se enfrenta) en beneficio de una Rusia que mira el futuro con confianza. Por su parte, si algo preocupa al régimen de Putin en esta ecuación es que todavía hay variables que no puede controlar, como la inequívoca voluntad de Montenegro por formar parte de la Alianza Atlántica (y seguir la tendencia de los vecinos de Croacia y Albania, que forman parte de la misma desde 2009) o la posición de los serbios a favor del ingreso en la Unión (sondeos recientes apuntan a un 47% a favor con solo un 29% en contra).
Para lograr el control de dichas variables, Putin confía en verse beneficiado por las decisiones de Trump, quien por el momento ha guardado silencio sobre su visión del futuro de la región. De todas formas, harían bien los rusos en no confiarse demasiado, dado que si algo tenemos claro del presidente estadounidense es su voluntad porque se cumpla el lema de su campaña, “America First”. Lo que eso significa respecto a los Balcanes Occidentales está aún por ver, pero no necesariamente tiene que traducirse en un alineamiento total con Moscú. Y como muestra un botón: la posición favorable a la adhesión de Montenegro a la OTAN hacia la que se inclina EEUU.