Está claro que Baga no es París. Ni es la capital de un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y de un país con una fantástica maquinaria diplomática capaz de movilizar a más de cuarenta gobernantes para escenificar el rechazo al terrorismo, ni tiene la glamurosa imagen de una urbe mundialmente admirada, ni representa como nadie el secularismo, la acogida a los que buscan refugio y asilo y el respeto de los derechos humanos. Es, por el contrario, una pequeña ciudad norteña del Estado de Borno (Nigeria), sometida a una sistemática marginación y violencia yihadista. En lo único en lo que coinciden es precisamente en que, en este arranque del año, ambas aparecen como escenarios del terrorismo yihadista. Y aunque en la macabra contabilidad de víctimas Baga está muy por delante- con más de 2.000 en una semana, frente a las 17 registradas en suelo parisino-, ni siquiera eso le ha servido para recibir una mínima atención mediática, ni solidaridad internacional, ni, mucho menos, cooperación para hacer frente a una amenaza con nombre propio: Boko Haram (traducido habitualmente del hausa como “La educación occidental es pecado”).
En realidad su nombre es mucho más largo- Jama’atu Ahlis Sunna Lidda’awati wal-Jihad (“La gente comprometida con la propagación de las enseñanzas del Profeta y la Yihad”)- y su voluntad de matar, desde su creación en 2002, no es menor a la de al-Qaeda, con quien mantiene vínculos desde hace años. Desde 2009, y ya bajo el liderazgo de Abubakar Shekau, se ha convertido en una amenaza que afecta no solo a la totalidad de Nigeria sino también a sus vecinos Camerún, Chad, Níger y Benín, aunque su feudo principal sigue estando en los Estados norteños de Borno, Adamawa y Yobe.
Hablamos de un país, Nigeria, que es el más poblado de África (por encima de los 170 millones de habitantes) y que se ha convertido ya en la primera economía africana (con tasas de crecimiento que superan el 7% anual, gracias a su condición de primer productor petrolífero continental). Pero que también destaca por ser uno de los principales focos mundiales de corrupción (el 15º, según Transparency International), desigualdad (con un 60% de la población viviendo por debajo de la línea de pobreza), falta de expectativas laborales (con más de la mitad de la población por debajo de los 18 años), subdesarrollo (ocupa la posición 153ª en el IDH) y conflicto (con más de 10.000 muertes violentas y más de un millón de refugiados y desplazados en solo dos años).
En ese preocupante contexto nacional Boko Haram pretende imponer la sharia, aprovechando a su favor la insostenible fragmentación del país, marcada por el contraste entre una capital (Abuya) y una zona sur (con Lagos como auténtica capital económica) que se aprovechan de la riqueza petrolífera que atesora el Delta del Níger y, en el otro extremo, unos Estados del norte discriminados globalmente por los gobernantes nacionales a pesar de su originaria riqueza agrícola y mineral. Esta situación le ha permitido recabar simpatías por parte de la población crítica con Abuya y reclutar (tanto voluntaria como forzadamente) a varios miles de militantes, al tiempo que cuenta con la indisimulada comprensión (y hasta el apoyo discreto) de actores políticos que esperan así lograr mayor cuota de poder a nivel nacional.
Su modus operandi ha ido variando -lo que provocó incluso una escisión interna que llevó a la creación, en enero de 2012, de otro grupo terrorista conocido como Ansaru, con un perfil más internacionalista- para centrarse actualmente en ataques llamativos contra objetivos débilmente protegidos (que acrecientan su imagen más allá de las fronteras nacionales), secuestros (que le permiten financiar sus actividades) y robos de material militar de instalaciones de unas fuerzas armadas escasamente motivadas para defender a la ciudadanía. Si durante 2014 uno de sus golpes más mediáticos fue el secuestro de 276 niñas en la ciudad de Chibok (en el Estado de Borno), este año ha comenzado con una operación insurgente contra la población de Baga y zonas limítrofes de Camerún, que podría responder a su afán por volver a controlar un territorio propio.
El contexto preelectoral -con elecciones presidenciales previstas para el próximo mes, con el presidente Goodluck Jonathan y el ex general Muhammadu Buhari como principales contendientes- hace prever que la violencia continuará al ritmo que marque Boko Haram, sin que quepa esperar una contraofensiva gubernamental (con unas fuerzas armadas escasamente dotadas y motivadas para el combate) ni, menos aún, una intervención militar internacional. En esas condiciones, la población local se enfrenta a una situación problemática -en la que confluye la desatención gubernamental con la violencia yihadista y el impacto de enfermedades y desnutrición crónica. Como señalaba ya a mediados del pasado año Aliko Dangote, el empresario nigeriano más rico del continente, sin educación y alternativas económicas que ofrezcan mejores expectativas de vida al conjunto de los habitantes de Nigeria, ninguna medida militar bastará para estabilizar el país. Pero Baga no es París.