La UE –y nos hemos de felicitar por ello– tiene un poder transformador de su entorno, esencialmente a través del proceso de incorporación de nuevos Estados miembros. Lo hemos visto con las sucesivas ampliaciones. Pero a la vez tiene un poder de atracción que puede incitar a divisiones de países ya de por sí divididos. Es lo que ha ocurrido en Ucrania, un país colchón, en la cuerda floja, sometido a dos tensiones contrapuestas al que se obligó a elegir entre Rusia y la UE, o al menos ese sucedáneo –o sala de espera ilimitada– de la Unión que es la Asociación Oriental.
Este poder de atracción ya se vivió cuando la violenta división de Yugoslavia. Eslovenia, que es por donde empezó el hundimiento, fue el primer Estado de la antigua Yugoslavia que se separó para poder ingresar más rápidamente en la UE, lo que consiguió. Después vino Croacia, que acaba de ingresar. Y finalmente, Serbia, que está en la cola. Imagínense lo que habría pasado si se le hubiera insinuado en 1976 a Cataluña o al País Vasco que no podrían entrar en las entonces Comunidades europeas, por el lastre del conjunto de España. Y algo de eso hay también en la división de Checoslovaquia.
Los europeos a veces alientan levantamientos en algunos países para luego dejarlos caer. Es lo que ocurrió en otros tiempos y en plena Guerra Fría con Hungría en 1956. Ministros europeos, además de representantes de EEUU, han estado en Kiev alentando la revuelta ucraniana desde el Maidán. Ahora la UE sí que está obligada a ayudar a los ucranianos. Pues si la situación militar es preocupante, la económica, con una Ucrania al borde de la bancarrota, es acuciante. ¿Pero hay dinero? ¿Dispone la UE (con el FMI) de 20.000 millones de euros que necesita Ucrania? ¿Hay realmente voluntad? ¿Hay capacidad? Rusia la tiene. Una Rusia dispuesta a usar la fuerza militar y que no ha logrado reconciliarse con ser lo que es, que no es poco, con añoranzas imperiales.
El conflicto interno en Ucrania mutó de forma peligrosa. Empezó cuando el presidente ahora huido de Kiev, Viktor Yanukovich, presionado por Putin, se desdijo de suscribir el acuerdo de asociación con la UE, incompatible con la Unión Euroasiática, y en especial con su unión aduanera que está impulsando Moscú. De un conflicto sobre el destino europeo de Ucrania, el levantamiento popular se convirtió en otro sobre su democratización y modernización, con claras derivas nacionalistas, y, en consecuencia, en una tensión con una Rusia que para “no perder Ucrania” ha intervenido militarmente de una manera injustificable, rompiendo las reglas de la ONU, del Acta de Helsinki y de lo que había sido la posGuerra Fría. Pero al cabo, Ucrania volverá a Europa. Aunque Europa, como ha señalado la alta representante para su Política Exterior, Catherine Ashton, quiere aportar “apoyo pero no injerencia” –aunque esta última se haya dado a raudales– y le ha pedido a los ucranianos que mantengan buenos vínculos con Rusia.
Ucrania es una sociedad divida, y no siempre Este-Oeste o por líneas geográficas claras. Las poblaciones están mezcladas. Un gran trozo de su parte occidental fue incorporado como consecuencia del Pacto entre Hitler y Stalin. Crimea, la clave en esta crisis, se separó de Rusia y se le añadió en 1954 por decisión arbitraria de Nikita Jruschov, entonces dirigente de la Unión Soviética. Tras el derrumbe de esta última, en 1991, hubo cierta tensión entre Moscú y Kiev que se resolvió con el acuerdo para desnuclearizar Ucrania y acoger a la flota rusa en Sebastopol. La parte oriental es más de habla rusa y pro-rusa, y también es la más industrializada. No es seguro que su parte oriental por sí sola resultara en un Estado viable. Y si la calle le ha ganado a las instituciones en Kiev, también lo hace –solo que de forma distinta– en Crimea. Una deriva que no conviene a nadie, sobre todo cuando las armas la acompañan. Aunque ahora es crucial que no se disparen.
Ucrania debe democratizarse y modernizarse, lo que no se logró tras la Revolución Naranja de 2004. De hecho, cuando Yanukovich decidió interrumpir sus conversaciones con la UE, ésta estaba exigiendo, entre otras medidas, una mayor independencia del poder judicial y la puesta en libertad de la ex primera ministra, Yulia Timoshenko, que sólo se ha logrado con la revuelta, aunque dado su pasado ella no represente el mejor futuro para Ucrania. Pero es necesario incorporar a Rusia a toda solución que ha de venir, en primer lugar, de los propios ucranianos. Y no hay solución fácil. A nadie le convendría que Ucrania se partiese o diera paso a una guerra que no sería sólo civil. Nadie en Europa quiere ver erigirse nuevas fronteras. Pero la cuestión de Ucrania no se resolverá de verdad hasta que se haya resuelto la de Rusia y la UE y la OTAN, una cuestión a largo plazo, no de días, semanas o meses. Y todo ocurre en unos momentos en los que los occidentales necesitan a Rusia para abordar la cuestión siria y la iraní. El mundo no se puede permitir este enfrentamiento. Es la hora de la Gran Diplomacia.