A punto ya de cumplirse los setenta años de la firma de la Carta de San Francisco (1945), la Organización de las Naciones Unidas (ONU) abre estos días sus puertas para celebrar una nueva Asamblea General. Atendiendo a sus tres principales órganos – el Consejo Económico y Social (ECOSOC), el Consejo de Seguridad y el Consejo de Derechos Humanos-, ésta debería ser siempre la ocasión para establecer un diagnóstico actualizado de situación en esos tres campos y, sobre todo, para tomar decisiones conjuntas que permitan hacer frente a los problemas detectados a escala planetaria.
Así lo dicta el hecho de vivir en un mundo globalizado, en el que los problemas, riesgos y amenazan nos afectan a todos por igual y en el que cualquiera de ellos -sea el cambio climático, las pandemias, la exclusión, los flujos migratorios descontrolados, el terrorismo internacional o la proliferación de armas de destrucción masiva- superan de largo las capacidades individuales de cualquiera de los 193 Estados miembros. De hecho, esa convicción parecía clara tras el fin de la Guerra Fría y de ahí que con vistas a la celebración de su quincuagésimo aniversario se movilizara toda la maquinaria onusiana para llevar a cabo una reforma en profundidad de la organización, que pusiera el reloj en hora a partir de los cambios registrados (desaparición de la URSS; protagonismo creciente de actores como Alemania, Japón, India, Brasil, Nigeria…).
En aquel momento existía un consenso prácticamente unánime sobre la necesidad de contar con una ONU operativa, como única y legítima representante de la comunidad internacional. Pero de inmediato se comprobó, y de ahí el fiasco de la Conferencia de 1995, la imposibilidad de vencer las resistencias de los que entonces gozaban de privilegios trasnochados (se hablaba de “democratizar” la ONU), de seleccionar a los nuevos miembros preeminentes y de acordar unas nuevas reglas de juego en la toma de decisiones. Y lo mismo volvió a ocurrir diez años después, arrojando a la papelera el informe del entonces Secretario General, Kofi Annan – “Un concepto más amplio de libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”, del 21 de marzo de 2005-, que planteaba nada menos que un nuevo orden internacional basado en los pilares que recoge su título. De ese intento frustrado- que se resume en entender que el desarrollo y la seguridad son dos caras de la misma moneda y que ni uno ni otra pueden lograse si no hay un pleno respeto de los derechos humanos- apenas resultó la transformación de la Comisión de Derechos Humanos en Consejo, la creación de la Comisión de Consolidación de la Paz y la aprobación del principio de Responsabilidad de Proteger (jurídicamente no vinculante). Eran, por supuesto, añadidos necesarios al andamiaje multilateral, pero insuficientes para evitar la sensación de impotencia de una organización que no lograba recuperar el impulso que le dio nacimiento.
Desde entonces el encuentro ha vuelto a convertirse en un inocuo desfile de mandatarios (144 jefes de Estado en esta ocasión desfilarán por Nueva York), que solo llama la atención mediática mundial por cuestiones meramente anecdóticas (Chávez diciendo que olía a azufre, tras el paso de Bush por el atril, en 2006, Gadafi alargando su perorata en 2009 mucho más allá del tiempo marcado o Rohani enviando un tweet a Obama el pasado año). Lo habitual es asistir a un rosario de discursos entreverados de proclamaciones altisonantes de valores y principios, de los que cada orador se identifica como el valedor más sincero, y de recordatorios sobre asuntos pendientes de la agenda nacional de cada gobierno. Poco, muy poco, se hace para reforzar de manera efectiva el multilateralismo y para mejorar las capacidades comunes.
Lo malo, lo peor, es que ahora mismo ni siquiera hay rastro del debate sobre la necesidad de reformar la organización. Con vistas al sexagésimo aniversario (como si hicieran falta fechas señaladas para abordar asuntos tan perentorios) no existe ningún proceso en marcha para retomar la tarea que quedó bloqueada hace diez años. Ni el ECOSOC tiene visos de convertirse en un órgano ejecutivo, con competencias similares a las del Consejo de Seguridad en el ámbito del desarrollo; ni se prevé que este último refleje la relación de fuerzas actual o que modifique su proceso de toma de decisiones para evitar su parálisis en tantos asuntos (¿ya no sorprende que los bombardeos en territorio sirio de una coalición liderada por Estados Unidos contra el llamado Estado Islámico no tengan ningún respaldo legal?). Y, por supuesto, tampoco cabe imaginar que a corto plazo se le otorgue al Consejo de Derechos Humanos un papel relevante, más allá de sus ocasionales informes que, en el mejor de los casos, se usarán de manera selectiva para castigar a unos y olvidarse de otros.
Esta frustrante realidad responde a la más pura real politik, según la cual quienes ahora disfrutan de privilegios derivados de las ventajas de una coyuntura histórica en la que se identificaron como vencedores (y, por tanto, en condiciones de imponer sus deseos) se resisten a toda costa a perderlos. El resto -anclados también en una visión anacrónica de defensa a ultranza de sus propios intereses- tiende a aceptar el statu quo imperante, procurando arrimarse a alguno de los poderosos para mejor defender sus intereses. Y aún así, la ONU (actualizada) sigue siendo más necesaria que nunca.