Si bien es cierto que la crisis de la democracia estadounidense lleva muchos más años incubándose, lo que ocurrió el 6 de enero –el asalto al Capitolio para interrumpir la transición pacífica de un presidente electo democráticamente a otro– fue la culminación de algo que empezó en 2016. Fue el punto álgido de la retórica del presidente de EEUU desde un púlpito, desde Twitter o desde el despacho oval; un lenguaje provocador, de disrupción, que se hizo más amenazante desde las elecciones del 3 de noviembre con consecuencias que aún están por ver. Y no olvidemos que Trump sabe cuál es el impacto de sus palabras entre sus más fervientes seguidores, como cuando hace meses tuiteó “liberad a Michigan” alentando las protestas contra los gobernadores demócratas que adoptaban medidas para hacer frente a la pandemia.
Confusión, miedo, angustia, sufrimiento y rabia es lo que muchos estadounidenses sintieron ese día. Quizás el republicano Mitt Romney lo expresó muy claramente: “Trump fue irrespetuoso con los votantes, deshonesto con el proceso democrático, y deshonroso para la presidencia”.
Algunos ven en este este trágico suceso el eco de la “era de la reconstrucción” (1865-1877), cuando el Partido Demócrata era el partido de los supremacistas blancos y los republicanos el partido de la coalición multirracial, y muchedumbres armadas en el sur atacaban instituciones y tribunales estatales. Y esa “era de la reconstrucción” se intuyó en las palabras del presidente electo, Joe Biden, en el discurso en el que criticaba los hechos y recordaba cómo el departamento de Justicia fue creado en 1870 precisamente para reforzar la enmienda de los derechos civiles tras la guerra civil, y para hacer frente al racismo y al terrorismo doméstico.
Pero el 6 de enero, de las cenizas también resurgió la democracia estadounidense. Los líderes del Congreso no quisieron que la fecha fuera solo recordada como la jornada en la que se asaltó el Capitolio, por lo que se retomó el proceso de certificación de la victoria de Biden. A ello había que sumar la victoria histórica de los senadores demócratas en Georgia –uno de ellos afroamericano y ambos desde plataformas progresistas– que otorgan al presidente electo un empate con los republicanos que, en cualquier caso, puede romper la vicepresidenta electa Kamala Harris.
La idea de pagar por lo ocurrido llevó a una petición unánime de los demócratas de la inmediata destitución de Trump. La invocación de la enmienda 25 de la Constitución es la solución más rápida, pero al mismo tiempo la menos probable porque debe partir de los propios republicanos y, más concretamente, del vicepresidente, Mike Pence, con el apoyo de una mayoría del gobierno. El paso, además, tendría más legitimidad a ojos de los republicanos del Congreso. Aunque parte de los fieles y socios de Trump se sumaron a la petición, Pence ha dejado claro que por ahora no cuenten con él. La iniciativa significaría apartar al presidente de la Casa Blanca de forma inmediata por incapacidad para ejercer la presidencia. De hecho sería fácil argumentar que Trump fue incapaz de frenar la violencia utilizando todos los poderes presidenciales, a pesar de saber lo que estaba ocurriendo.
La segunda opción es un segundo “juicio político” a Donald Trump, con los “artículos del impeachment” ya preparados para ser enviados a la Cámara de Representantes. El aliento del presidente saliente a sus seguidores para ir al Capitolio y las presiones a Mike Pence para que no certificara la victoria de Biden, encajan perfectamente con los delitos que recoge el artículo 2 de la Constitución. El propio William Barr, fiscal general, ha señalado que la conducta de Trump “ha traicionado” a la presidencia.
El tiempo es quizás el principal elemento en contra de recurrir a esta figura, si lo que se quiere es destituirlo antes del 20 de enero. Se puede acelerar el proceso porque las normas no son constitucionales, sino que las dicta el Congreso, así que, si hay voluntad, es posible. Pero con el impeachment lo que importa no son los días que le quedan en la Casa Blanca, sino que el juicio político le impida presentarse de nuevo a cualquier cargo federal, algo que no solo los demócratas sino muchos republicanos están deseando. Por eso se está estudiando que el proceso pueda llevarse más allá del 20 de enero. Es algo que nunca se ha hecho, que no se ha puesto a prueba y se estudia si el Congreso tiene capacidad para ello. Con el impeachment también se quiere enviar el mensaje de que un comportamiento de este tipo es inaceptable, y que si alguien en el futuro quiere replicar el modelo de Trump se lo quite de la cabeza. Un segundo impeachment en un único mandato es, además, una humillación y una etiqueta negativa para su administración. Borra de un plumazo todo el posible legado de Trump.
Consecuencias para Biden
Lo ocurrido en el Capitolio otorga cierto capital político a la nueva Administración Biden. Hay que partir de la premisa de que Joe Biden empezaba un mandato con muchas dificultades para sacar adelante su agenda, a pesar de sumar dos nuevos senadores demócratas. Aunque controlará el calendario, la agenda, y la actuación en el hemiciclo, el Senado requiere una mayoría de 60 sobre 100 para aprobar la mayoría de la iniciativas legislativas, el denominado filibuster, por lo que es indispensable buscar consensos con los republicanos. Y si no se puede, seguramente gobernará como se ha hecho en los últimos 12 años, fundamentalmente a través de órdenes ejecutivas, lo que llevará a muchos estados a contestar las decisiones federales llevándolas a sus cortes estatales que, recordemos, han sido ocupadas por multitud de jueces conservadores.
No olvidemos, además, que el Partido Demócrata es un partido plural, dividido, que salió de unas elecciones en noviembre peor de lo que esperaba, y que moderados y progresistas se recriminaron rápidamente los posibles errores de la campaña electoral. Aunque estos dos meses de locura “trumpiana” parece que ha vuelto a compactarles o, al menos, han ocultado las desavenencias internas.
Por lo tanto, ante las grandes dificultades para gobernar a partir de enero, los acontecimientos del Capitolio quizás le dan cierto capital político a los demócratas, tanto para encontrar consensos internos, como para que los republicanos decidan llegar a acuerdos con la nueva Administración y mostrar una nueva cara a los estadounidenses.
El Partido Republicano no lo tiene tampoco nada fácil. Ha aguantado durante cuatro años a un presidente para poder sacar adelante su agenda conservadora: bajada de impuestos, desregulación y jueces conservadores en la Corte Suprema y en todo el circuito de cortes estatales. Pero después del 6 de enero, el precio que van a tener que pagar será mayor del que se hubieran imaginado.
Un estratega republicano, David Frum, afirmó hace un tiempo que “si los conservadores se convencen de que no pueden ganar democráticamente, no abandonarán el conservadurismo, sino que rechazarán la democracia”. Muchos se han acordado de este pronóstico después de que más de 100 representantes y 8 senadores republicanos no reconocieran los resultados del 3 de noviembre en la votación que se llevó a cabo después del asalto, y el horror del Capitolio. Pero también es importante subrayar que para muchos otros republicanos, lo que ocurrió el 6 de enero va en contra de la propia ortodoxia republicana, la del partido de la ley y el orden, de la seguridad nacional, y de los derechos de los estados. Fue un ataque contra todo lo que defienden.
El Partido Republicano debe reconstruirse pero sin poder volver a la vieja agenda, porque es lo que llevó a Trump a alzarse como candidato en 2016. Aquel al que dieron demasiado espacio y demasiado oxígeno hasta llegar a la tragedia del 6 de enero.