En lo que va de siglo la alternancia en América Latina ha sido algo extraño. Ha habido abundantes gobiernos “largos”, de personas, partidos o movimientos, combinados en distintos grados. En los primeros años del siglo fue corriente ver a gobiernos “populares” o “progresistas” desplazando tras sus correspondientes victorias electorales a otros “neoliberales”, “oligárquicos” o simplemente más de derecha.
El péndulo apenas se movió. La gran excepción fue Sebastián Piñera en Chile, cuyo triunfo fue admitido por la Concertación gobernante. Los casos de Honduras y Paraguay fueron más traumáticos y rodeados de acusaciones golpistas. De hecho, cualquier intento opositor de imponerse en unas elecciones se calificaba de “destituyente”.
La vocación de permanencia caracterizó el acceso de los gobiernos populistas al poder. Como señaló Evo Morales, habían llegado para quedarse y esperaban permanecer 500 años al mando. Todos compartían un deseo de revancha histórica contra el dominio oligárquico e imperialista. La versión argentina del proyecto, más allá del plan kirchnerista inicial de alternancia matrimonial, fue la de “Cristina eterna”. Las primeras pulsiones apostaron por la reelección consecutiva, para posteriormente adoptar la vía de la reelección permanente, materializada en Venezuela y en camino en Bolivia y Ecuador.
El complemento político de estos objetivos bolivarianos, recubiertos con la pátina del socialismo del siglo XXI, fue presentarse como verdaderos movimientos revolucionarios, aunque toda su legitimidad de origen fuera democrática y electoral. Posteriormente se lanzaron a colonizar el Estado y los aparatos gubernamentales. Como señalaron descarnadamente militantes del MAS (Movimiento al Socialismo) boliviano, queremos ministros que den “pegas” (trabajo). El culto a la personalidad y a la figura del caudillo fue su complemento.
La Argentina kirchnerista si bien no se unió al ALBA ni manifestó su deriva socialista, sí adoptó buena parte de los usos y costumbres exitosos del populismo. Tras la victoria electoral de Mauricio Macri, Argentina será el primer país de América Latina en el que un gobierno populista deje lugar a otro que no lo es, o al menos no lo es del mismo modo. Son tantos los subsidios que hay que desmontar, tantas las estructuras que desarmar, que habrá populismo, aunque de modo más atenuado, durante rato.
Ya se ven las grandes dificultades existentes para alcanzar una transición ordenada. Las señales visibles hablan de las dificultades que desde el inicio deberá afrontar la nueva administración. En los meses previos a las elecciones o en plena campaña se argumentaba que la única opción posible de garantizar la gobernabilidad era la de Daniel Scioli, o el peronismo.
Así, se cita el precedente de que ningún gobierno radical pudo finalizar su mandato en las últimas décadas. El recuerdo de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa está vigente, aunque también está el de Arturo Frondizi o Arturo Illia. De ahí la pregunta recurrente de si Macri va a poder o no terminar su mandato.
El mismo día de su toma de posesión hay convocadas dos manifestaciones. Una en la Plaza de Mayo impulsada por Hebe Bonafini, que calificó sin ambages a Macri como “enemigo”. La otra, de La Cámpora, preanuncio de la dura oposición que ya anuncia el kirchnerismo más radical, con la mente puesta en el regreso triunfal de Cristina Fernández en 2019, o antes de ser posible. Las dificultades para desalojar los puestos laborales conquistados son máximas, como demuestran el gobernador del Banco Central o la Procuradora General, la jefa de los fiscales. Legalmente presentan sus instituciones como neutrales y se sienten amparados por la ley, pese a no ser personajes apartidarios sino militantes cualificados y firmes defensores del proyecto kirchnerista.
Por eso caben algunas reflexiones en torno a la pregunta de la gobernabilidad y la factibilidad de que el nuevo gobierno complete su mandato. Hay algunas ideas reseñables. En primer lugar, Macri no es radical, como sus predecesores, sino que encabeza un partido nuevo, surgido de las cenizas del sistema político agotado en 2001. Segundo, a diferencia de lo ocurrido con De la Rúa con un vicepresidente autoexcluido y peronista, la actual vicepresidente, Gabriela Michetti, pertenece al mismo partido de Macri y forman un tándem relativamente armonioso.
Tercero, la coalición que respalda al nuevo gobierno controla cuatro de los cinco distritos más importantes del país, incluyendo a la ciudad y la provincia de Buenos Aires, determinante para medir la correlación de fuerzas. Cuarto, la experiencia vívida en 2001/2002 ha inoculado a la sociedad argentina algunos anticuerpos capaces de evitar una nueva implosión del sistema político y económico. Un nuevo “que se vayan todos” generaría grandes sufrimientos sociales, con un coste inasumible para sus impulsores.
Finalmente, desde una perspectiva más simbólica que política, aunque no menos importante, no se puede olvidar que el papa Francisco es argentino. Peronista sí, pero argentino. Pese a la distancia le sería intolerable otra crisis sistémica en Argentina. Es verdad que no intervendría directamente, pero a través de los renglones torcidos con que escribe y se expresa el Vaticano estaría en condiciones de enviar los mensajes necesarios a las personas adecuadas. Argentina se merece una nueva oportunidad y si para eso es necesario que la Divina Providencia acuda en su ayuda, bienvenida sea.