Argentina viene ocupando en los últimos días los titulares de los medios internacionales. El brusco ajuste cambiario (17% en dos días) ha hecho aflorar los peores fantasmas del pasado y ha desatado la especulación sobre el alcance, consecuencias e impacto fuera de las fronteras argentinas. Especialmente intensa ha sido la inquietud en España, pese a la baja exposición que los activos de nuestras empresas tienen en Argentina y pese a que, siendo la devaluación un hecho relevante en una situación ya erosionada, no hay nada que permita pensar que estamos ante una crisis de características o profundidad similares a la de 2001-2002.
Más allá de diagnósticos sesudos o superficiales (de todo hay en estos días), surge inevitable la pregunta: ¿tiene el Gobierno argentino un plan del que esta medida sería el punto de partida? O, planteado de otro modo, ¿tiene un plan que permita que esta medida sea eficaz y estabilizadora y vaya acompañada de otras decisiones generadoras de confianza dentro y fuera del país?
La decisión del Banco Central de no seguir sosteniendo el peso argentino y pasar de la “flotación administrada” al ajuste cambiario directo –al que se le sigue llamando “flotación administrada”– era previsible: en un país tan apegado a lo simbólico, el Gobierno no podía asistir impasible a una caída de las reservas por debajo de la barrera psicológica de los 30.000 millones de dólares de reservas (desde los 52.000 de comienzos de 2011); en términos prácticos era evidente que el intento de sostener el peso era, valga la redundancia, insostenible. Ahora, la autorización –condicionada y limitada– de compra de divisas a particulares ratifica la existencia del “cepo cambiario” y no reducirá la demanda en los canales paralelos.
El “atraso cambiario”, la idea de que el dólar estaba barato, cobra fuerza a partir de mediados de 2011; desde la primavera austral de ese año, el Gobierno ha venido construyendo todo un entramado de medidas destinadas a disuadir o a impedir la compra de dólares, tanto a particulares como a empresas; también ha buscado el retorno de dólares “fugados”, mediante una generosa amnistía basada en el principio de no preguntar. Solo se ha logrado atraer un 15% de los 4.000 millones de dólares previstos.
La economía argentina tiene importantes desequilibrios: expresado de manera sintética, el “modelo” de salida de la crisis cumplió sus fines, y el país creció durante varios años a “tasas chinas”, como gustaba decir Néstor Kirchner. Ello fue posible merced a un esquema de precios de energía y de servicios fuertemente subsidiados, tanto para el consumidor privado como para la industria, que se expandió al abrigo de esa ventaja competitiva; la fuerte recuperación se vio especialmente favorecida por el viento de cola de la demanda asiática de soja con precios que se multiplicaron por cuatro entre 2002 y 2012 para una producción que creció exponencialmente en los últimos años. El PIB de Argentina creció en dólares un 248% entre 2003 y 2011 (frente a un 35% del de EEUU).
El éxito del modelo era tan visible –y tan rentable en términos políticos– que, lejos de proceder a una normalización ordenada y corregir sus elementos distorsivos, el Gobierno optó por profundizarlo; con crecimientos del PIB superiores al 8%, superávit externos por encima del 12% y superávit energéticos en el entorno de los 5.000 millones de dólares, el gasto en subsidios en una economía ya en fuerte crecimiento se multiplicaba, pero los “superávit gemelos” (fiscal y comercial) dieron pábulo a la idea de que el modelo no solo era válido para salir de la crisis sino para ocupar una posición singular y de ventaja en un mundo abierto y competitivo.
Inevitablemente, por razones internas y de contexto internacional, esa situación se fue deteriorando gradualmente: el crecimiento cayó al 1,2 en 2012; el superávit fiscal se convirtió en 2013 en un déficit del 1,8%, mientras que el superávit comercial caía al 1,8% en el mismo año. En las cifras de comercio (y en el conjunto del saldo fiscal), la energía se ha convertido en el factor determinante: de un superávit en la balanza comercial energética de en torno a 5.000 millones de dólares a mediados de la década anterior, se ha pasado a un déficit de 6.500 millones de dólares, una factura que equivale a más de dos tercios del superávit comercial y que amenaza con hacerlo desaparecer en uno o dos años. Mientras, el gasto en subsidios sigue creciendo y ya roza el 5% del PIB.
La economía argentina ha estado marcada en los últimos años por otros dos factores fuertemente distorsivos: el primero, una inflación galopante, que ha superado el 28% en 2013 y que impacta fuertemente sobre salarios y competitividad; el segundo, agudizado por la inflación, el atraso cambiario, con una cotización del dólar inferior a la de la convertibilidad. La suma de esos dos elementos, en un contexto como el descrito, ha provocado los efectos de todos conocidos. En el medio, un Banco Central que, además, ha pasado en pocos años de ingresar en sus arcas el superávit de caja del Estado a ser, junto con la Anses (Seguridad Social), el vehículo de financiación de acciones –y de emisiones– públicas. Para cubrir el déficit fiscal, el Banco Central realizó fuertes emisiones monetarias en 2010 y 2011, lo que contribuyó a instalar la percepción, reforzada por la inflación, de que el peso estaba sobrevaluado: entre 2007 y 2011 los precios subieron un 124%, mientras que el dólar lo hizo un 32%.
Las perspectivas para 2014 no son halagüeñas: como señalaba a finales de 2013 el economista Mario Brodersohn, “en un contexto internacional más negativo, la combinación de caída en los precios de la soja del 10/15%, la retracción del comercio con Brasil y las mayores importaciones de energía, achicarán el superávit comercial en el 2014. Ello provocará pérdida de reservas internacionales y agravará la restricción al crecimiento económico que impone el sector externo”.
Después de las decisiones adoptadas la semana pasada, el margen de maniobra del Gobierno –y no solo en política cambiaria– es limitado, escapa en parte a su capacidad de decisión, tiene efectos colaterales no deseables o sitúa su resultados en horizontes de medio plazo, excesivamente lejanos para los tiempos de la política; además, el creciente clima de malestar social siembra dudas sobre la conveniencia política de adoptar decisiones impopulares.
Pero lo importante será ver si el Gobierno tiene un plan, una propuesta de horizonte atractivo para los argentinos, y no solo decisiones aisladas que, en ausencia de ese horizonte y de la necesaria generación de confianza, tendrán un efecto efímero.
En los últimos meses hay signos de que el Gobierno argentino habría situado entre sus prioridades normalizar su situación internacional (esfuerzos de negociación con los holdouts que no entraron al canje y mantienen posiciones abusivas, acuerdo de pago a sentencias firmes del CIADI, propuestas informales para un acuerdo con el Club de París y perspectivas de un acuerdo para indemnizar la expropiación de activos de Repsol en YPF).
Acceder a la financiación internacional a tasas aceptables sería una oportunidad atractiva para un país con un bajo nivel de endeudamiento (inferior al 50%), con un bajo servicio de deuda y cuyos problemas económicos está más referidos a su menguante competitividad, cuyos signos más visibles son la inflación y la subida de salarios, los costes de importación de energía o la caída de las exportaciones, unido a la importación de bienes y servicios por los argentinos mediante compras con tarjeta.
En un clima de confianza y estabilidad, el desmantelamiento gradual del complejo entramado de trabas a las importaciones, a las exportaciones y a la compra de dólares por parte de las empresas y, también, de regímenes reguladores altamente discrecionales, configurarían, a medio plazo, un clima de previsibilidad favorable a la inversión tanto nacional como extranjera (Argentina se encuentra detrás de Chile y de Colombia y a la par de Perú en IED).
Más complejo será abordar medidas que reduzcan el oneroso esquema de subsidios que lastran y distorsionan la economía argentina. En primer lugar, porque sería una medida impopular; en segundo lugar, porque la eliminación de subsidios, hoy generalizados, tendría, previsiblemente, un efecto inflacionario; en tercer lugar, porque sería necesario aplicar esquemas selectivos para evitar o mitigar el impacto sobre los sectores más desfavorecidos.
Abordar la inflación es, sin duda, el reto más inmediato para el Gobierno argentino. No será fácil, especialmente después de una devaluación que ya está teniendo como efecto la elevación de precios tanto por la devaluación como por expectativas futuras. Después de la inflación récord de 2013, la tasa de enero podría situarse por encima del 4%, y todo ello en puertas de las primeras negociaciones salariales que, en ausencia de referencias confiables, tenderán a reclamar alzas que, sin duda, estarán por encima del 25%.
Sin un índice oficial creíble de inflación y con una actividad desacelerada, la contracción de la economía parece inevitable en 2014 y aparece un riesgo serio de recesión.
El 1 de marzo, la presidenta abrirá las sesiones del Congreso; queda un mes para definir y proyectar una hoja de ruta creíble que despeje incertidumbres y genere confianza y de la que, además de medidas de reducción del déficit fiscal, sería un elemento esencial un programa monetario con pauta de inflación decreciente y verificable que permitiera acordar un horizonte acorde para los salarios.
Esa es la dirección de las soluciones a los problemas económicos de la Argentina y el contexto, también, en que se mitigarán o evitarán las tensiones monetarias. Ese es, sin duda, el camino difícil, y tanto el país como los argentinos tienen capacidad probada para afrontarlo. El camino fácil es atribuir esos problemas –como se hace desde el Gobierno– a las redes sociales o a los “formadores de precios”, sean estos bancos, importadores o exportadores. Eso, sencillamente no convence en una economía tan intervenida y supervisada como la argentina, con controles y mecanismos como los “precios cuidados” (eufemismo por “precios vigilados”) que hacen del Gobierno un actor relevante en la formación de precios, con un poder político que es también dominante en las redes sociales. Pero, sin duda, es el recurso más cercano y tentador. Ya lo dijo Keynes en 1924:
“Siempre que el franco francés se deprecia, el Ministro de Hacienda está convencido de que no se debe a causas económicas. Lo suele atribuir a la presencia de un extranjero en las inmediaciones de la Bolsa o a la influencia misteriosa y maligna de la especulación. No es distinto a cuando un hechicero africano atribuye la enfermedad de un animal al ‘mal de ojo’ de un vecino o el mal tiempo a las insatisfechas pasiones de un ídolo”.