Los países suelen establecer aranceles para proteger sus productores nacionales de la competencia extranjera, especialmente ante aumentos rápidos de las importaciones que resultan demasiado disruptivas para el empleo. Los economistas suelen considerar que los aranceles no son una buena idea porque las importaciones baratas benefician a los consumidores. Pero hay consenso en la conveniencia de impedir la competencia desleal; es decir, que los productos sean competitivos como resultado de las subvenciones que recibe la empresa exportadora en su país de origen o como consecuencia de una política depredadora del mercado (vender por debajo del coste temporalmente para expulsar a los competidores). Por eso, en la Organización Mundial del Comercio (OMC), un país puede abrir una investigación anti-subvenciones o antidumping y, si se demuestra que hay competencia desleal, establecer aranceles compensatorios, que serán administrados y vigilados por la OMC. Se trata, en definitiva, de preservar un campo de juego equilibrado e impedir que algunos productores expulsen a otros del mercado dopados por las ayudas públicas que les dan los gobiernos. Que es, precisamente, lo que lleva décadas haciendo China.
Europa y España deberían estar preocupadas ante esta escalada arancelaria. El enfoque norteamericano dinamita la estrategia europea, que pasa por intentar reencauzar la relación con China mediante el diálogo y la apelación a las normas internacionales.
Pues bien, en la actual coyuntura de tensiones geopolíticas y énfasis en la política industrial y la seguridad económica, que es especialmente propicia para la innovación en las políticas económicas, Estados Unidos (EEUU) parece haber inventado los “aranceles preventivos”. La Administración Biden acaba de cuadruplicar los gravámenes que impone a la importación de coches eléctricos chinos, subiéndolos del 25% al 100%. También los ha subido para semiconductores, baterías eléctricas y sus componentes, células fotovoltaicas para paneles solares, material médico, acero, aluminio y algunos minerales. Podemos llamarlos “aranceles preventivos” porque en realidad EEUU importa bastante poco de estos productos: el Ejecutivo estima que los aranceles afectarán a unos 18.000 millones de dólares de comercio actual, menos del 3% de las importaciones anuales de China y mucho menos que los 300.000 millones de dólares de importaciones chinas de todo tipo de productos sobre los que la Administración Trump estableció aranceles hace unos años (que Biden ha mantenido).
Lo que pretende el gobierno es anticiparse y evitar que en los próximos años se registre un rápido crecimiento de las importaciones de estos bienes desde China, porque Washington los considera estratégicos para la transición energética y el liderazgo tecnológico. Considera que depender del gigante asiático para estos productos podría ser peligroso en un escenario de confrontación directa; por ejemplo, ante una invasión de Taiwán.
Con estas medidas, que se suman al apoyo a la propia industria del vehículo eléctrico americana, las energías renovables y la innovación, y que han sido implementadas a través de la Inflation Reduction Act y la Chips and Science Act, el presidente Biden protege por la vía de la política comercial los efectos de su nueva política industrial, además de promover el empleo en el sector manufacturero. Como la población ha basculado hacia el proteccionismo, también mejora sus posibilidades de reelección.
Por una parte, espera evitar una segunda avalancha de productos chinos. La primera, que se produjo hace más de 20 años tras la entrada de China en la OMC en 2001, bautizada “el China Shock” en EEUU, se concentró en productos de relativamente bajo valor añadido. Esta segunda se teme que pueda destruir empleos industriales y convierta polos manufactureros que pagan buenos salarios en ciudades fantasmas con jóvenes enganchados al fentanilo. Está bastante bien documentado que las poblaciones de las regiones económicamente deprimidas son mucho más propicias a votar a la ultraderecha, que se nutre del descontento y la falta de oportunidades, por lo que las políticas de Biden han tenido como uno de sus ejes centrales revertir la radicalización política de los descontentos. Pero no está claro que con el proteccionismo vaya a conseguirlo y ni siquiera está claro que los descontentos lo estén sólo por la desaparición de empleos industriales (puede que algo tenga que ver el cambio tecnológico, la inmigración y el diferente papel de las mujeres en la sociedad, por mencionar algunos elementos, pero esto ya son otras cuestiones).
Por otra parte, los aranceles permiten a Biden mostrarse duro con China ante las elecciones presidenciales de noviembre. En cuanto se ha enterado del anuncio, Trump ha prometido aranceles del 200% para todos los vehículos chinos, a los que habría que añadir sus intenciones de aplicar un arancel del 60% para el resto de productos chinos y un 10% para las importaciones del resto del mundo. Además, aspira a una desvinculación completa entre las economías norteamericana y China, algo que la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, considera poco recomendable (y prácticamente imposible). Y aunque Biden parece tener un enfoque más estratégico en relación con China que Trump y es más consciente de que es mejor reducir dependencias y actuar quirúrgicamente en ciertos sectores que ir a una guerra comercial total (que tendría enormes costes para el consumidor estadounidense), como China se ha convertido en un tema de política interna en EEUU, no puede mostrarse “blando”. No debe olvidarse que una de las principales acusaciones de los republicanos es que Biden es demasiado mayor y no muestra la necesaria contundencia a la hora de proteger los intereses americanos. Pero la desafortunada consecuencia de la competición por ver quién es más duro con China será, como ha planteado Luce, el editor para EEUU del Financial Times, “que la desvinculación entre China y Estados Unidos quedará grabada en piedra para noviembre, al ser apoyada sin fisuras por ambos partidos”. Y, en la medida en que la desvinculación entre los dos grandes lleve a una política de bloques y desglobalización, los costes económicos podrían ser enormes. El Fondo Monetario Internacional (FMI) los estima en cerca del 7% del PIB mundial.
Europa y España deberían estar preocupadas ante esta escalada arancelaria. El enfoque norteamericano dinamita la estrategia europea, que pasa por intentar reencauzar la relación con China mediante el diálogo y la apelación a las normas internacionales. Los países europeos también están preocupados por los subsidios y el exceso de capacidad instalada en China, que conduce a una avalancha de vehículos eléctricos hacia el exterior dado que la demanda interna no puede absorber el exceso de producción. Pero han optado por iniciar una investigación anti-subvenciones dentro de los cauces de la OMC. Las conclusiones de este expediente se presentarán en los próximos meses. De dar lugar a aranceles compensatorios, serían gravámenes autorizados por la normativa multilateral. EEUU, sin embargo, ha optado por una acción unilateral que confirma su profundo desinterés tanto por la OMC como por el sistema de normas multilaterales que tanto se esforzó en construir tras la Segunda Guerra Mundial.
Segundo, dado que lo más probable es que China responda con más aranceles y acciones de coacción económica, existe un riesgo de escalada en la guerra comercial que profundice la fragmentación de la economía mundial, eleve los precios de muchos bienes y reduzca el tono cooperativo y de intercambio entre pares que tanto ha beneficiado a la contención de las tensiones políticas internacionales en las últimas décadas.
Es fácil que en este contexto nos deslicemos hacia la política de bloques enfrentados. De hecho, la Administración Biden ya habla de revisar el acuerdo de comercio con México (y Canadá) en función de si las fábricas de coches chinos se instalan allí, en un “o conmigo o contra mí” propio del Lejano Oeste. China, en respuesta, podría llegar incluso a prohibir la exportación de algunos minerales críticos que tanto EEUU como Europa necesitan para sus transiciones verde y digital.
Este clima de tensión y rivalidad, que se suma a las dificultades de diálogo derivadas de la guerra en Ucrania y en Gaza, hará que los países tengan cada vez más dificultades para cooperar y afrontar problemas globales que son existenciales, como la lucha contra el cambio climático y el renacimiento de la proliferación nuclear.
Por último, más allá de que pueda tener sentido proteger ciertos sectores estratégicos ante la competencia de un rival como China, lo cierto es que la guerra arancelaria hará más lenta y económicamente más costosa la lucha contra el cambio climático. Muchos productos chinos necesarios para la transición energética son más baratos que los manufacturados en occidente, y es difícil justificar que atenten contra la seguridad nacional. Si se adopta una estrategia de sustitución de importaciones, como cada vez está más claro que está haciendo EEUU (ahora con sus originales “aranceles preventivos”) se corre el riesgo de retrasar la adopción de las mejores tecnologías y de perder un tiempo precioso para evitar los efectos más devastadores del calentamiento global.
En definitiva, la nueva vuelta de tuerca en la tensión comercial entre China y EEUU demuestra que la idea del de-risking (reducir riesgos derivados de la interdependencia comercial) por el que aboga Europa está dando paso a una rápida desvinculación, de peligrosas consecuencias para la economía mundial y sus instituciones de cooperación.