Joe Biden quiere “recalibrar” las relaciones con Arabia Saudí, uno de los más fieles aliados de Washington desde el final de la II Guerra Mundial, cuando el presidente Roosevelt se comprometió con el rey Abdulaziz bin Saud, a bordo de un buque de guerra estadounidense, a proteger al régimen a cambio de su papel moderador en los mercados internacionales del petróleo. Con las lógicas tensiones de una relación que ha pasado por episodios muy controvertidos, Biden, en línea con su apuesta por colocar los derechos humanos y la promoción de la democracia como elementos centrales de su presidencia, ya ha comenzado a dar pasos en esa dirección. Pero eso no significa que sus decisiones vayan a suponer un borrón y cuenta nueva, aunque solo sea porque a EEUU le sigue conviniendo mantener esa relación en defensa de sus intereses.
La deriva de un Donald Trump que en su primer viaje al exterior eligió Riad como destino reforzó la convicción del régimen saudí (y especialmente de su hombre fuerte, Mohamed bin Salman, MbS) de que contaba con un cheque en blanco, no solo para mantener internamente su dominio absolutista del poder, sino para ejercerlo también en su zona de influencia regional. Tanto el asesinato de Jamal Khashoggi como la nefasta implicación al frente de una coalición militar en el conflicto yemení pueden verse como los mejores ejemplos de ello. Y ahora Washington, en su intento de poner límites al desvarío, publica un informe de los servicios de inteligencia que asigna responsabilidad directa al propio MbS en dicho asesinato y, de paso, parece dejarlo en muy mal lugar como ministro de Defensa a la cabeza de la desastrosa operación Tormenta Decisiva en el territorio yemení.
En el primer caso, yendo más allá de las sanciones que Washington aprueba contra 76 personas supuestamente implicadas en la muerte del periodista, lo que se trasluce es el cuidado de la Casa Blanca para que esa medida no afecte personalmente a MbS. Es obvio que gestos como el que ha llevado a Biden a orillarlo momentáneamente, optando por establecer contacto personal directo con el monarca en lugar de hacerlo con su hijo, dañan a la imagen de un personaje que se afana por consolidar su condición de heredero frente a rivales interesados en aprovechar cualquier tropiezo para recuperar opciones sucesorias. Pero más bien parece que Biden se ha limitado a enviar un mensaje que le sirve, por un lado, para desactivar la creciente movilización de congresistas y senadores muy críticos con Riad, cuidando, por otro, de que no dañe irreparablemente la relación con el régimen saudí y que pueda generar más inquietud en otros vecinos del Golfo.
En cuanto a las decisiones con respecto a la campaña en Yemen, también es necesario ir más allá de los titulares. Frente a la idea de que Washington deja solo a Riad en esa desventura plagada de violaciones de la ley internacional y de los derechos humanos, es inmediato comprobar cómo EEUU se preocupa de reiterar claramente que sigue comprometido con la defensa de Arabia Saudí frente a cualquier amenaza a su seguridad (con Irán y sus aliados en lugar destacado). Además, matiza sibilinamente su decisión de dejar de apoyar las operaciones “ofensivas” y el suministro de armas “ofensivas”, cuando es sobradamente conocido que ese concepto es tan etéreo hoy en día en el campo de batalla que, en definitiva, deja el paso libre a cualquier apoyo o a cualquier suministro que, en su momento, Washington decida calificar como “defensivo”.
Lo que parece, por tanto, es que, en línea con el planteamiento pragmático y realista que parece caracterizar a la nueva administración estadounidense, no estamos ante un brusco giro en la relación bilateral. Lo que se busca no es hacer pagar las consecuencias de sus actos a los principales responsables de los desaguisados cometidos hasta ahora. Por el contrario, lo que parece más claro es el intento por marcar límites a la desmesura saudí, para evitar tener que tomar decisiones más duras en el futuro. Y es que, en esencia, Arabia Saudí sigue siendo importante para EEUU. Si antes lo fue como sustancial suministrador de petróleo, ahora lo es como relevante inversor en la economía estadounidense (13.200 millones de dólares en 2019), y como cliente (lo que supone que unos 165.000 empleos estadounidenses dependen directamente de las exportaciones a Riad). A eso se une, aunque sea imposible de cuantificar, su significativo papel como líder del islam suní, y su necesario activismo para sumar a otros países de la zona con el propósito de frenar a Irán.
Estamos pues ante un buen ejemplo que muestra cómo, afortunadamente, los derechos humanos ya forman parte de la agenda. Pero también de cómo los intereses geopolíticos y geoeconómicos siguen siendo la verdadera vara de medir. Queda por entender que la coherencia en la defensa y promoción de los valores y principios que decimos que nos definen como sociedades abiertas y avanzadas son, en sí mismos, la mejor vía para defender esos intereses. Mientras llega ese momento, unos seguirán aprovechando para mantener su poder a costa de sus propios conciudadanos y otros, como EEUU y muchos más, rezarán para que el actual monarca saudí dure unos años más, antes de encontrarse a MbS en el trono.