Tras una imagen de aparente control, echando mano de su tradicional mezcla de represión y clientelismo, la monarquía saudí vive tiempos convulsos. En el interior del país, y pesar de sus intentos por diversificar su economía de monocultivo petrolífero, aumenta el descontento de una población que ve crecientemente cuestionado un bienestar que creía garantizado de por vida. En el exterior, y mientras se sigue hundiendo en la campaña militar en Yemen, ve con inquietud como Irán prosigue su marcha hacia el liderazgo regional y como Estados Unidos aumenta sus críticas contra un aliado cada vez menos fiable. Eso explica en gran medida la ofensiva diplomática a múltiples bandas que pretende simultáneamente salvaguardar su vínculo con Washington sanear su economía y frenar a Irán.
La casa de los Saud es sobradamente consciente de que el acuerdo establecido en 1945 por el presidente Franklin D. Roosevelt y el monarca Abdelaziz Ibn Saud –que le ha permitido contar desde entonces con la plena protección de seguridad estadounidense– pasa por malos momentos. A los problemas que supone para Washington respaldar a su socio –visto no solo como un ejemplo diario de autoritarismo y de violación sistemática de los derechos más elementales de su propia población, sino también de apoyo a las más rigoristas corrientes del islam radical (wahabismo) y hasta del terrorismo yihadista (basta recordar el 11-S)– se une ahora la declarada intención de la administración Trump de exigir más contrapartidas como pago por los servicios prestados.
Pero si EEUU no consigue que el régimen saudí lleve a cabo verdaderas reformas democratizadoras se arriesga a verse calificado de simple mercenario, en la medida en que aparecería como dispuesto a seguir apoyando a un cliente que es la más clara expresión de negación de todos los valores y principios que Washington dice defender y promover. En el fondo, si Trump se plantea ahora modificar los parámetros del acuerdo bilateral es, en buena medida, porque la apuesta de la administración Obama por el controvertido fracking ha hecho a Estados Unidos casi autosuficiente en materia energética y, por tanto, menos dependiente del que ha sido tradicionalmente uno de sus principales suministradores y apoyos en la región del Golfo. Lo que se mantiene, en todo caso, es la muy significativa corriente de ventas de armas estadounidenses a un país que se ha convertido en el segundo importador mundial de material de defensa.
Con idea de despejar los nubarrones que empañan una relación que, más allá de las declaraciones cruzadas, ambas partes desean mantener, el poderoso vice príncipe heredero, ministro de Defensa y encargado del Consejo de Asuntos Económicos y de Desarrollo, Mohamed bin Salman al Saud, acaba de celebrar su primera entrevista personal con el presidente Trump en la Casa Blanca. Simultáneamente, el rey Salman bin Abdelaziz al Saud ha concluido su gira asiática. Si, por una parte, el largo periplo tuvo una clara intencionalidad económica –dado que esa región absorbe el 68% de las ventas saudíes de petróleo y su contribución como inversores y socios comerciales a los planes de modernización contemplados en la Visión 2030 puede ser muy significativa–, por otra, es igualmente visible su carácter estratégico.
Paso a paso el régimen saudí pretende concretar su idea de una Alianza Militar Islámica. Con idea de reforzar su liderazgo en el ámbito musulmán suní, Riad aspira a contar con el apoyo de muchos otros países interesados en contrarrestar la emergencia de Irán como potencial líder regional y hacer frente a una amenaza yihadista que no todos los potenciales aliados definen del mismo modo. La polémica campaña yemení ya le ha servido para ir sumando algunos aliados –explotando sus enormes riquezas para “comprar” lealtades– y cabe imaginar que la gira real podrá convencer a otros como Malasia, Indonesia, Brunéi y Maldivas. Pero aun así, la también llamada «OTAN islámica» no podrá volar muy alto si no cuenta con la participación de Egipto y Pakistán, reticentes hasta ahora.
Si en el caso de Egipto su dependencia de fondos saudíes para sacar adelante su maltrecha economía puede terminar por vencer las dudas de Abdelfatah al Sisi, en el de Pakistán la tarea parece aún más complicada. Las relaciones en materia de defensa entre Riad e Islamabad se remontan décadas atrás. Con ocasión de la gran matanza producida en 1979 en La Meca, por ejemplo, ya hubo tropas paquistaníes desplegadas en territorio saudí y desde entonces han sido frecuentes las actividades de instrucción militar de unidades del reino por parte de militares paquistaníes, sin olvidar, en sentido contrario, los apoyos saudíes al programa nuclear paquistaní. A eso se suman los millones de paquistaníes que trabajan en suelo saudí y los favores que debe su actual primer ministro, Nawaz Sharif, al régimen saudí, desde que lo acogió en 1999 tras ser expulsado del poder por el golpista Pervez Musharraf.
En primera instancia, esos datos no han convencido al parlamento y a los militares paquistaníes, mucho más centrados en concentrar esfuerzos frente a India y conscientes de que su alineamiento con Riad podría tener repercusiones internas (especialmente pensando en la posible reacción iraní y en que el 20% de los paquistaníes son musulmanes chiíes). Aun así, ya está en marcha el despliegue de unos 10.000 efectivos militares en territorio saudí próximo a la frontera yemení (para salvar el rechazo parlamentario) y acaba de confirmarse la aceptación del mando militar de la variopinta Alianza por parte del general Raheel Sharif, exjefe de las fuerzas armadas paquistaníes.
Entretanto, Egipto ve como se diluye su plan para constituir (y liderar) una Alianza similar para todo el mundo árabe. Mientras, Estados Unidos e Israel calculan hasta qué punto les interesa aportar sus capacidades en inteligencia y apoyo, sin asustar a otros posibles participantes musulmanes. Irán, por su parte, observa y calcula sus opciones.